Una silla en la habitación de Woolf
Sabemos quién escribió Una habitación propia, en qué circunstancias: asomémonos al texto y preguntémonos. ¿Cómo leemos hoy Una habitación propia, casi cien años más tarde de su publicación? ¿Nos acomodamos en la mirada del presente, desde los avances conseguidos y desde las diferencias de mirada, chocando con muchas apreciaciones de la autora? ¿Intentamos comprender desde qué espacio —temporal, social, económico— se escribió? Toda obra es fruto de su tiempo y se completa con su contexto: Reino Unido, la resaca tras la fiesta del final de la guerra, el advenimiento del fascismo, la equiparación de la edad para votar entre hombres y mujeres, conseguidos ya muchos de los retos del sufragismo. Una segunda pregunta nos invitaría a pensar sobre la vigencia de Una habitación propia: la respuesta apunta a una paradoja tristísima. No se trata tanto de que Virginia Woolf se anticipara con lucidez a muchos temas sobre los que debatimos cien años más tarde, sino de que muchas de las cuestiones sobre las que ella reflexionaba continúan hoy pendientes de resolución. La historia de la literatura escrita por mujeres se compone de muchos libros, de muchas escritoras, pero sobre todo de múltiples ausencias: las de aquellas que se escondieron bajo el anonimato —Woolf aseguró: «me aventuraría a decir que Anon, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer»— o con un seudónimo masculino que las protegiera y presentara en igualdad de condiciones, en unas decisiones que hoy nos impiden reconocer su trabajo, o las ausencias de aquellas que quisieron escribir pero no pudieron, porque debían centrarse en las labores impuestas a su género; mujeres que consumieron y consumen su tiempo en los cuidados —ocurre todavía hoy, ocurría hasta anteayer: aquella entrevista de Mercedes Formica a Carmen Martín Gaite, recién ganado el Premio Nadal por Entre visillos (1957), en la que la escritora describe su rutina de cuidados a su marido y a su hija, y celebra la llegada de la noche, porque él sale a la tertulia y la niña duerme, y ella escribe al fin—, o a las que les prohibían escribir porque las labores intelectuales no se esperan en mujeres, y menos en mujeres de su clase, o a las que con talento no aprendieron ni a escribir ni a leer. O a las mujeres que sí leyeron y escribieron, pero guardaron sus obras en un cajón porque nos han enseñado que lo que escriben las mujeres es mediocre, y cómo exponerse así a la mofa. Ellas —con sus silencios— nos acompañan en nuestra genealogía, y sobre ellas escribe también Woolf en este libro.
Virginia Woolf habla en Una habitación propia sobre el trabajo intelectual como trabajo —es decir: una labor que debe ser remunerada—, sobre el dinero y la precariedad —y la situación de desventaja de quienes se enfrentan a la escritura sin la habitación propia ya pagada—, sobre la independencia de las mujeres para decidir dónde sitúan su habitación, cómo la ordenan y durante cuánto tiempo la ocupan. Aparecen las madres, en la familia y en la literatura: aparece la tradición —nadie se escapa— y ella decide no excluir a las autoras para armar con ellas un camino alternativo, sino integrarlas en el contexto literario de su tiempo; entender también cada libro, aunque fuese el único en una carrera, no como una excepción sino como una pieza más de un puzle. La imposición de los cuidados, también, lo menciono una vez más: las Brontë atendiendo las labores del hogar como prioridad antes de escribir, los cuidados de Emily Dickinson a su madre y de George Eliot Mary Ann Evans a su padre. ¿No acaparan todavía nuestra conversación? Un siglo más tarde nos sentamos a escribir con los mismos problemas.
Sin embargo, Una habitación propia no está libre de contradicciones. En Cómo acabar con la escritura de las mujeres (1983), Joanna Russ dedica varias páginas a analizar el pensamiento político de Virginia Woolf, seleccionando párrafos concretos de su obra —no se limitó a Una habitación propia— en los que reflexionaba sobre el vínculo entre la clase y el género; Ruth Livesey ha estudiado la posición del grupo de Bloomsbury —Woolf entre ellos— con respecto al socialismo de la época, y Berenice Carroll ahondó en las militancias posibles de Woolf. Sin embargo, ese sesgo de clase persigue el texto: con qué naturalidad menciona Woolf su renta, con qué naturalidad menciona la necesidad del dinero —una mujer debe tenerlo para escribir novelas— y omite la dificultad de ganarlo. ¿A qué oficios optaba una mujer en la Inglaterra de los años veinte? Una mujer que debiera trabajar para sobrevivir, y para escribir luego, y que no contemplase la posibilidad de una herencia sustanciosa. No la nieta e hija de un sir, con sus habitaciones propias en Londres y una segunda residencia en el campo y el dinero de su tía filántropa brotando por arte de magia y privilegio, sino una mujer de clase media o baja: una muchacha como aquellas estudiantes de Girton, que con suerte impartirían clase a niños que Woolf fantaseaba tan pobres como ellas. ¿En qué trabajarían? ¿Cuánto dinero ganarían? ¿Qué tiempo y qué fuerzas les quedarían al volver a casa para escribir un libro y construir una carrera como escritora?
La historia de Inglaterra —y de la literatura inglesa, con excepciones: alguna alusión a una escritora estadounidense en lengua inglesa, como Emily Dickinson, o a alguna escritora referencial en otro idioma, como Safo, Murasaki Shikibu o George Sand Amantine Aurore Dupin— atraviesa Una habitación propia. Adereza su intervención con alusiones a leyes y costumbres que, sin un conocimiento previo —o un apoyo durante la lectura—, nos desconciertan, porque se sobreentienden: evidentes para una joven de ese lugar y de esa época, desde luego no tanto para nosotras. Sin embargo, ¿por qué alguien que lee desde otro país o desde otro idioma se inspira en Una habitación propia? Para mí, como lectora española con el castellano como lengua materna, ¿qué significan Eliza Carter o Dorothy Osborne, a quienes ni siquiera han traducido a nuestro idioma? Virginia Woolf ofrece la carta de la identificación y propone un viaje que recuerda —con la distancia lógica— al de la mejor literatura autobiográfica: esos libros de memorias o esos diarios que nos interesan no por el morbo de lo confesional, sino porque parten de sus propias circunstancias para construir un relato universal, que apele a quien lo lee con independencia de la época o el lugar en que lo haga. Leo Una habitación propia casi un siglo después de que se escribiera, en otro país y desde otra tradición: sabía de muchas de las autoras a las que cita Virginia Woolf, pero a otras las desconocía por completo o su nombre apenas me sonaba de listados; las referencias históricas no las comparto, porque mi país ha vivido circunstancias diferentes, pero me sirven para detenerme en las referencias propias. Cuando Woolf visite los colegios de Cambridge, en España —entonces una dictadura, tras el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera— quedarán todavía cinco años para que las mujeres ejerzan su derecho al voto, y se habrán cumplido cinco desde el exilio obligado de Mercedes Pinto (1883-1976), perseguida por su conferencia sobre el divorcio.
He leído —hemos leído— a Jane Austen y a las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë; quizá menos a George Eliot Mary Ann Evans. Estamos leyendo a Emilia Pardo Bazán, estamos leyendo Los pazos de Ulloa (1886) e Insolación (1889), pero creo que no estamos leyendo a Fernán Caballero Cecilia Böhl de Faber —su madre, Frasquita Larrea, tradujo por primera vez al castellano Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft— ni a Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuyas novelas quizá no alcancen la altura de Cumbres borrascosas o Middlemarch, pero que al fin y al cabo integran nuestra genealogía: merece la pena valorarlas sin olvidar sus circunstancias de escritura. No he dejado flores en la tumba de Aphra Benn, pero sí he anotado nombres y lugares en los que enmendar mi equivocación. Un lirio blanco en la tumba de Beatriz Bernal (c. 1501-c. 1562), la primera española que escribió una novela con una conciencia profesional de autoría, con la voluntad de que su texto se publicara y se leyera: el libro de caballerías Cristalián de España (1545), que firmó con el seudónimo «Una señora de Valladolid», ocultando su identidad pero exhibiendo su género; fue enterrada en la iglesia de San Pablo, en esa misma ciudad. En Sevilla, otro para Ana Caro de Mallén (c. 1590-1646), en su lápida en la iglesia de Santa María Magdalena: la primera escritora española que cobró por su trabajo, poeta y dramaturga que todavía hoy nos sorprende por el visionario donjuanismo femenino y la reflexión sobre géneros e identidades de Valor, agravio y mujer (sin fecha concreta de publicación). Y en la iglesia de San Sebastián de Madrid buscaría la tumba de María Rosa de Gálvez (1768-1806) para recordar a la mujer que estrenó obras propias o traducciones en los principales teatros del Madrid de comienzos del XIX, anticipándose al feminismo con sus comedias y tragedias protagonizadas por mujeres fuertes y, a su manera, ejemplares. La tumba de Teresa de Cepeda (1515-1582) es venerada por cuestiones religiosas, pero también merece crisantemos, lirios, rosas y claveles, flores muchas, por sus versos y por sus textos memorialísticos. Y cuando relea Una habitación propia y Woolf mencione a lady Winchilsea o a Margaret Cavendish, yo localizaré en mi biblioteca los versos de Florencia Pinar (c. 1470-c. 1530), la primera mujer que compitió en las justas poéticas castellanas, o los de Concepción de Estevarena (1854-1876), cuyo padre le prohibió escribir, y que para no traicionar su vocación se obligó a inventar trucos y trampas para seguir leyendo y escribiendo sus poemas.
Mi tradición es la de mi lengua, así que en el cementerio de Cochabamba honraría con kantutas a Adela Zamudio (1853-1928), poeta y narradora; ocupa un lugar central en la historia de Bolivia, tanto que allí el Día de la Mujer se conmemora el 11 de octubre, para celebrar también su nacimiento. Ella misma compuso los versos de su epitafio: «Vuelo a morar en ignorada estrella / libre ya del suplicio de la vida, / allá os espero; hasta seguir mi huella / lloradme ausente pero no perdida». El caso de Juana de Asbaje (1648-1695) es más complejo: los restos que se le atribuyen descansan en el convento de San Jerónimo, hoy sede de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dalias para Juana de Asbaje, por la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691) y por el Primero sueño (1692), dalias por ese poema que comienza: «Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis». Y más flores, más: copihues para la chilena Rosario Orrego (1834-1879), que firmó con el seudónimo «Una madre», y que en Los buscavidas (1862) analizó la situación de la mujer en una sociedad convulsa, con el choque de clases como telón de fondo. Flores del ceibo para las inmensas escritoras de Uruguay: para María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924), para Delmira Agustini (1886-1914), para Juana de Ibarbourou (1892-1979), cuyo árbol genealógico arraigó para dar cobijo a las inmensas voces de las poetas uruguayas del xx. Y más flores, a una y otra orilla del idioma, en las tumbas cuya situación desconocemos, para honrar la memoria de las mujeres que escribieron y de las que quisieron escribir, pero que no disfrutaron de una habitación propia en la que concentrarse, ni de dinero para pagarla, ni de unas circunstancias que les permitieran siquiera planteárselo.