Cuando empecé a documentarme acerca del cambio climático, no dejaba de toparme con datos que me resultaban difíciles de digerir. Para empezar, las cifras eran tan desorbitadas que costaba visualizarlas. ¿Quién puede hacerse una idea de lo que son 51.000 millones de toneladas de gas?

Otro problema era que los datos con que me encontraba a menudo aparecían desprovistos de contexto. Un artículo afirmaba que un programa de intercambio de emisiones de Europa había reducido la huella de carbono del sector aeronáutico en 17 millones de toneladas al año. Sin duda parece mucho, pero ¿lo es en realidad? ¿Qué porcentaje del total representa? El artículo no lo especificaba. Las omisiones de esa clase eran sorprendentemente habituales.

Con el tiempo, desarrollé un esquema mental para asimilar lo que estaba aprendiendo. Esto me dotó de cierta intuición para saber si una cantidad era grande o pequeña, y cómo de caras podían ser las cosas. Me ayudó a identificar las ideas más prometedoras. He descubierto que este enfoque sirve para iniciarme en casi cualquier tema: primero intento formarme una idea general, lo que me proporciona un contexto en el que interpretar los datos nuevos. Además, hace que me resulte más sencillo recordarlos.

Sigo encontrando muy útil el esquema de cinco preguntas que se me ocurrió, tanto si estoy escuchando la propuesta de inversión de una empresa energética como charlando con un amigo durante una barbacoa en el jardín. Tal vez en un futuro próximo leerás un editorial que proponga alguna solución al problema del clima; sin duda oirás a políticos anunciar a bombo y platillo sus planes para luchar contra el cambio climático. Se trata de cuestiones complejas que se prestan a confusión. Este esquema te ayudará a separar el grano de la paja.

1.¿De qué parte de los 51.000 millones de toneladas estamos hablando?

Cada vez que leo un texto que menciona cierta cantidad de gases de efecto invernadero, echo unas cuentas rápidas para convertirla en un porcentaje del total anual de 51.000 millones de toneladas. Para mí, tiene más sentido que otras comparaciones, como «tantas toneladas equivalen a retirar un coche de la circulación». ¿Quién sabe cuántos coches hay en circulación, para empezar, o cuántos hay que retirar para combatir el cambio climático?

Prefiero relacionarlo todo con el objetivo principal de dejar de emitir 51.000 millones de toneladas al año. Analicemos el ejemplo que he puesto al principio de este capítulo, el programa aeronáutico que está eliminando 17 millones de toneladas al año. Si lo dividimos entre 51.000 millones y calculamos el porcentaje que representa, vemos que se trata de una reducción del 0,03 por ciento de las emisiones mundiales anuales.

¿Podemos considerar esto una contribución significativa? Depende de la respuesta a esta pregunta: ¿es probable que el porcentaje aumente o permanecerá igual? Una cosa es que este programa empiece por suprimir 17 millones de toneladas pero tenga el potencial de reducir las emisiones en una cifra mucho mayor, y otra cosa muy distinta es que se estanque para siempre en 17 millones. Por desgracia, la respuesta no siempre es obvia (no lo era para mí cuando leí el artículo sobre el programa aeronáutico). No obstante, se trata de una pregunta importante.

En Breakthrough Energy solo financiamos tecnologías capaces de eliminar al menos 500 millones de toneladas al año si se implementan en su totalidad de forma eficaz. Eso vendría a ser el 1 por ciento de las emisiones mundiales. Las tecnologías que jamás conseguirán superar ese 1 por ciento no deberían competir por los limitados recursos con que contamos para alcanzar la meta del cero. Puede haber otras buenas razones para apoyarlas, pero la reducción significativa de emisiones no es una de ellas.

Por cierto, es posible que te hayas encontrado con referencias a gigatoneladas de gases de efecto invernadero. Una gigatonelada son mil millones (o 109, para quien prefiera la notación científica) de toneladas. Me parece que la mayoría de la gente no se hace una idea intuitiva de lo que supone una gigatonelada de gas. Además, suena más sencillo eliminar 51 gigatoneladas que 51.000 millones, aunque sean lo mismo. Así que continuaré hablando de miles de millones de toneladas.

Sugerencia: cada vez que veas una cantidad de gases expresada en toneladas, conviértela a un porcentaje de 51.000 millones, que es el total de emisiones anuales en la actualidad (en equivalentes de dióxido de carbono).

2. ¿Qué planeas hacer con el cemento?

Si hablamos de un plan exhaustivo para afrontar el cambio climático, debemos contemplar todo aquello que hacemos los humanos y que provoca emisiones de gases de efecto invernadero. Cosas como la electricidad y los coches atraen mucha atención, pero no son más que la punta del iceberg. Los turismos representan menos de la mitad de las emisiones derivadas del transporte, que a su vez constituyen el 16 por ciento de las emisiones totales.

Entretanto, la producción de acero y cemento por sí sola suma cerca del 10 por ciento de todas las emisiones. La pregunta «¿Qué planeas hacer con el cemento?» no es más que un recordatorio abreviado de que si alguien intenta formular un plan exhaustivo contra el cambio climático, debe considerar muchas otras cosas aparte de la electricidad y los coches.

He aquí un desglose de todas las actividades humanas que producen gases de efecto invernadero. No todo el mundo las divide exactamente en las mismas categorías, pero este es el análisis que me ha parecido más ilustrativo, y también el que utiliza el equipo de Breakthrough Energy.

Para eliminar las emisiones, hay que llegar al cero en cada una de estas categorías:

¿Cuánto gas de efecto invernadero emitimos con cada cosa que hacemos?

Fabricar (cemento, acero, plástico): 31%

Consumir energía (electricidad): 27%

Cultivar y criar (plantas, animales): 19%

Desplazarnos (aviones, camiones, cargueros): 16%

Calentar o enfriar (calefacción, aire acondicionado, refrigeración): 7 %

Tal vez te sorprenda descubrir que la producción de electricidad representa poco más de la cuarta parte de todas las emisiones. Por lo menos yo me quedé descolocado cuando me enteré. Como casi todos los artículos que leía sobre el cambio climático se centraban en la generación de electricidad, suponía que era la principal responsable.

La buena noticia es que, aunque la electricidad constituye solo el 27 por ciento del problema, podría representar más del 27 por ciento de la solución. La electricidad limpia nos permitiría usar cada vez menos hidrocarburos como combustible (y, por tanto, emitir menos dióxido de carbono). Pensemos en los coches y autobuses eléctricos; los sistemas eléctricos de calefacción y refrigeración de hogares y oficinas; en industrias que empleen electricidad en lugar de gas natural para fabricar sus productos. Por sí sola, la electricidad limpia no nos conducirá hasta la meta del cero, pero supondrá un paso fundamental.

Sugerencia: recuerda que las emisiones proceden de cinco actividades distintas y que necesitamos soluciones para todas ellas.

3.¿De cuánta energía estamos hablando?

Esta pregunta surge sobre todo al leer artículos sobre la electricidad. Por ejemplo, es posible que alguno asegure que una central eléctrica nueva generará 500 megavatios. ¿Eso es mucho? Y, por cierto, ¿qué es un megavatio?

Un megavatio es un millón de vatios, y un vatio equivale a un julio por segundo. Para lo que nos ocupa, basta saber que el julio es una unidad de energía. Lo importante es que recuerdes que un vatio es una unidad de energía por segundo. Planteémoslo así: si estuviéramos midiendo el flujo del agua que sale del grifo de la cocina, podríamos contar el número de vasos que llena por segundo. Para calcular la potencia, hacemos algo parecido, pero midiendo el flujo de energía y no el del agua. Los vatios son análogos a los «vasos por segundo».

Un vatio es una unidad minúscula. Una bombilla incandescente pequeña consume unos 40 vatios. Un secador de pelo, 1.500 vatios. Una central eléctrica puede generar cientos de millones de vatios. La más grande del mundo, la de la presa de las Tres Gargantas, en China, produce hasta 22.000 millones de vatios. (No olvidemos que la definición de vatio ya incluye la expresión «por segundo», por lo que no existen los vatios por segundo o por hora. Son vatios a secas.)

Como estas cifras aumentan con rapidez, conviene añadir prefijos para abreviarlas. Un kilovatio equivale a mil vatios; un megavatio, a un millón de vatios; y un gigavatio, a mil millones de vatios. Los medios emplean a menudo estas formas abreviadas, así que yo las utilizaré también.

Las siguientes comparaciones me ayudan a verlo más claro:

¿Cuánta potencia consume...?

El mundo: 5.000 gigavatios

Estados Unidos: 1.000 gigavatios

Una ciudad mediana: 1 gigavatio

Una población pequeña: 1 megavatio

Un hogar estadounidense medio: 1 kilovatio

Por supuesto, en cada una de estas categorías se producen variaciones considerables a lo largo del día y del año. Algunos hogares consumen mucha más electricidad que otros. La ciudad de Nueva York funciona con algo más de 12 gigavatios, dependiendo de la estación; Tokio, con una población más numerosa, necesita cerca de 23 gigavatios en promedio, aunque en verano, durante los picos de consumo, la demanda puede llegar a más de 50 gigavatios.

Así pues, pongamos que deseas suministrar electricidad a una ciudad mediana que requiere un gigavatio. ¿Bastaría con que construyeras una central de un gigavatio para garantizar a la población toda la energía eléctrica que necesita? No necesariamente. La respuesta depende de cuál sea la fuente de esa energía, porque algunas son más intermitentes que otras. Las centrales nucleares permanecen en funcionamiento las veinticuatro horas del día y solo cierran por mantenimiento o recarga de combustible. En cambio, como el viento no siempre sopla y el sol no siempre brilla, la capacidad efectiva de los parques eólicos o solares puede ser del 30 por ciento o menos. En promedio, producirán el 30 por ciento de los gigavatios que necesitas, lo que significa que deberás complementarlas con otras fuentes para obtener un gigavatio de forma fiable.

Sugerencia: cada vez que oigas la palabra «kilovatio» piensa en «casa». Cuando oigas «gigavatio», piensa en «ciudad». Si se mencionan cien gigavatios o más, piensa en «país grande».

4. ¿Cuánto espacio necesitarás?

Algunas fuentes de energía ocupan más espacio que otras. Esto es importante por una razón obvia: los terrenos y el agua disponibles son limitados. La cuestión del espacio no es ni mucho menos la única que hay que considerar, por supuesto, pero tiene su relevancia, y deberíamos hablar de ella más a menudo.

La medida clave en este caso es la densidad de potencia. Indica la potencia que se obtiene de fuentes distintas por extensión de tierra (o agua, si se trata de turbinas eólicas instaladas en el mar). Se expresa en vatios por metro cuadrado. A continuación, unos ejemplos:

¿Cuánta potencia generamos por metro cuadrado?

Combustibles fósiles: 500-10.000 vatios por metro cuadrado

Nuclear: 500-1.000 vatios por metro cuadrado

Solar: 5-20 vatios por metro cuadrado

Hidráulica (presas): 5-50 vatios por metro cuadrado

Eólica: 1-2 vatios por metro cuadrado


Leña y otras biomasas: menos de 1 vatio por metro cuadrado

En teoría, la densidad de potencia de la energía solar puede llegar a ser de hasta 100 vatios por metro cuadrado, pero nadie lo ha conseguido aún.

Nótese que la densidad de potencia de la energía solar es considerablemente más alta que la de la eólica. Si se quiere aprovechar el viento en lugar del sol, se requiere una superficie mucho más grande, siempre que no intervengan otros factores. Eso no significa que la energía eólica sea mala y la solar buena; significa que cada una tiene requisitos distintos que hay que debatir también.

Sugerencia: si alguien te dice que alguna fuente de energía (eólica, solar, nuclear o la que sea) puede abastecer al mundo de toda la energía que necesita, averigua cuánto espacio hará falta para generarla.

5. ¿Cuánto costará?

La razón por la que el mundo emite tantos gases de efecto invernadero es que las tecnologías energéticas actuales son, con diferencia, las más baratas disponibles (sin tener en cuenta los perjuicios a largo plazo que ocasionan). Así pues, lograr que nuestra mastodóntica economía energética abandone las tecnologías «sucias» y emisoras de carbono en beneficio de las tecnologías de cero emisiones conllevará un coste.

Pero ¿qué coste? En algunos casos podemos calcular la diferencia de forma directa. Si existe una versión sucia y otra limpia de lo mismo, basta con comparar los precios.

La mayoría de estas soluciones neutras en carbono son más caras que sus equivalentes basados en combustibles fósiles. En parte, esto se debe a que los precios de los combustibles fósiles no reflejan los daños medioambientales que causan, por lo que parecen más baratos que la alternativa. (En el capítulo 10 retomaremos el tema de la dificultad de calcular el coste del carbono.) Yo llamo a estos costes adicionales «primas verdes».

Cada vez que mantengo una conversación sobre el cambio climático, las primas verdes no dejan de rondarme la cabeza. Como este concepto reaparecerá en los capítulos siguientes, quiero dedicar un momento a explicar qué significa.

No existe una sola prima verde. Hay muchas: para la electricidad, para los diversos carburantes, para el cemento, etcétera. La magnitud de la prima verde depende de lo que se sustituye y de aquello por lo que se sustituye. El coste del combustible para aviones neutro en carbono no es el mismo que el de la electricidad producida a partir de energía solar. He aquí un ejemplo de cómo funcionan las primas verdes en la práctica.

El precio medio de venta al público del combustible de aviación en Estados Unidos en los últimos años ha sido de 58 centavos de dólar por litro. Los biocombustibles avanzados para aviones cuestan en promedio 1,41 dólares por litro (cuando están disponibles). Por consiguiente, la prima verde para el combustible neutro en carbono es la diferencia entre estos dos precios, es decir, 83 centavos. Eso supone una prima de más del 140 por ciento (lo explicaré con más detalle en el capítulo 7).

En casos excepcionales, la prima verde puede ser negativa; en otras palabras, es posible que adoptar una tecnología verde resulte más barato que continuar usando combustibles fósiles. Por ejemplo, según donde vivas, quizá ahorres si reemplazas la caldera de gas natural y el aire acondicionado por una bomba de calor eléctrica. En Oakland, esto reduciría en un 14 por ciento tus gastos de climatización, mientras que en Houston el ahorro ascendería al 17 por ciento.

Cabría imaginar que una tecnología con una prima verde negativa ya se habría adoptado en todo el mundo. En líneas generales, así es, pero existe un desfase entre la aparición de una nueva tecnología y su implementación (sobre todo en cosas como las calderas domésticas, que no se cambian muy a menudo).

Una vez calculadas las primas verdes para todas las opciones neutras en carbono, se puede empezar a hablar en serio de si los sacrificios valen la pena o no. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por abrazar las alternativas verdes? ¿Compraremos biocombustibles avanzados a un precio dos veces superior al del combustible para aviones? ¿Compraremos cemento verde, que cuesta el doble que el normal?

Por cierto, cuando pregunto «¿Cuánto estamos dispuestos a pagar?» me refiero a «nosotros» a una escala global. No se trata solo de lo que los estadounidenses o europeos podamos permitirnos. No cuesta imaginar primas verdes lo bastante elevadas como para que Estados Unidos esté dispuesto a pagarlas y en condiciones de pagarlas, pero India, China, Nigeria y México, no. Necesitamos primas tan bajas que permitan descarbonizarse a todo el mundo.

Hay que reconocer que las primas verdes son un blanco móvil. A la hora de calcularlas se dan muchas cosas por sentadas; al escribir este libro, he aceptado las que me parecían razonables, pero otras personas bien informadas podrían partir de supuestos distintos y llegar a resultados distintos. Más importante que los precios concretos es saber si una tecnología verde determinada es casi tan barata como su equivalente en combustibles fósiles y, para los casos en que no lo es, pensar en cómo la innovación puede reducir su precio.

Espero que las primas verdes que menciono en este libro den pie a una discusión más a fondo sobre la cuestión de los costes que acarreará la transición hacia el cero. Espero también que otras personas hagan sus propios cálculos de las primas, y me alegraría mucho descubrir que algunas no son tan altas como yo pensaba. Las que he calculado en este libro constituyen una herramienta imperfecta para comparar costes, pero mejor eso que nada.

En particular, las primas verdes son un instrumento estupendo para tomar decisiones. Nos ayudan a hacer un uso óptimo de nuestro tiempo, atención y dinero. Tras estudiar las distintas primas, podemos decidir qué soluciones neutras en carbono debemos implementar ya y en qué campos debemos buscar avances porque las alternativas limpias no son lo bastante económicas. Nos ayudan a responder a preguntas como estas:

¿Qué opciones neutras en carbono deberíamos implementar ya?

Respuesta: las que tengan una prima verde baja o nula. Si no estamos poniendo ya en práctica estas soluciones, es señal de que el coste no es el impedimento. Otro factor —como una política pública caduca o la falta de concienciación— nos impide desplegarlas a gran escala.

¿Hacia dónde debemos orientar los gastos en investigación y desarrollo, las inversiones iniciales y los esfuerzos de nuestros mejores inventores?

Respuesta: hacia donde decidamos que nuestras primas verdes son demasiado altas. Es allí donde el coste adicional de la opción neutra en carbono constituirá un obstáculo para la descarbonización y una oportunidad para las nuevas tecnologías, empresas y productos que la hagan asequible. Los países punteros en investigación y desarrollo pueden crear nuevos productos, abaratarlos y exportarlos a los lugares que no pueden pagar las primas actuales. Esto hará innecesarias las discusiones sobre si todos los países están arrimando el hombro para evitar un desastre climático; en cambio, estados y empresas competirán por desarrollar y comercializar las innovaciones asequibles que ayuden al mundo a alcanzar las cero emisiones.

Una última ventaja del concepto de primas verdes: puede funcionar como un sistema de medición que nos indique el progreso que hemos hecho en la lucha contra el cambio climático.

En este sentido, las primas verdes me recuerdan un problema con el que topamos Melinda y yo cuando empezamos a trabajar en el terreno de la salud global. Los expertos nos informaban de cuántos niños morían al año en todo el mundo, pero no podían decirnos gran cosa acerca de la causa de esas muertes. Sabíamos que cierto número de niños fallecían debido a la diarrea, pero ignorábamos qué la ocasionaba. ¿Cómo íbamos a determinar qué innovaciones podrían salvar vidas si no sabíamos por qué morían los niños?

Así pues, con la colaboración de socios de todo el mundo, financiamos varios estudios para averiguar qué estaba acabando con las vidas de esos niños. Al final, logramos rastrear las muertes con mucho más detalle y obtener datos que allanaron el camino hacia avances importantes. Descubrimos, por ejemplo, que la neumonía se hallaba detrás de una parte considerable de la mortalidad infantil anual. Aunque ya existía una vacuna neumocócica, era tan cara que los países pobres no la compraban (además, tenían pocos incentivos para comprarla, pues ignoraban cuántos niños fallecían a causa de esta enfermedad). Sin embargo, en cuanto vieron los datos —y varios donantes accedieron a sufragar buena parte del coste—, comenzaron a incluir la vacuna en sus programas de salud, y al cabo de un tiempo nos fue posible costear una mucho más barata que ahora se utiliza en multitud de países.

Las primas verdes pueden conseguir algo parecido respecto a las emisiones de gases de efecto invernadero. Nos ofrecen una perspectiva distinta de la de las cifras en bruto, que nos indican a qué distancia nos encontramos del objetivo pero no cuánto nos costará alcanzarlo. ¿Cuánto costaría utilizar las herramientas neutras en carbono de que disponemos en la actualidad? ¿Qué innovaciones ejercerían un mayor impacto sobre las emisiones? Las primas verdes responden a estas preguntas al determinar el precio que tendremos que pagar por llegar al cero, sector por sector, y al poner de relieve las áreas en las que deberemos innovar, del mismo modo que los datos nos indicaban que debíamos apostar fuerte por la vacuna neumocócica.

En algunos casos, como en el ejemplo del combustible para aviones citado antes, el enfoque directo para calcular las primas verdes es sencillo. Sin embargo, cuando lo aplicamos a nivel más general, surge un problema: no disponemos de equivalentes directos verdes para todo. No existe un cemento neutro en emisiones (al menos de momento). ¿Cómo podemos formarnos una idea aproximada del coste que tendría una solución verde en esos casos?

Podemos hacerlo por medio de un experimento mental. «¿Cuánto costaría retirar todo el carbono de la atmósfera directamente?» Esta idea tiene un nombre: se llama «captura directa de aire» o DAC, por sus siglas en inglés. (En pocas palabras, la DAC consiste en insuflar aire a través de un filtro que absorbe dióxido de carbono, que luego se guarda de forma segura.) Se trata de una tecnología cara y poco probada, pero, si diera buenos resultados a gran escala, nos permitiría capturar dióxido de carbono con independencia de cuándo y dónde se produjera. La planta de captura directa que ya está en funcionamiento, en Suiza, absorbe gases que bien podrían haber salido hace diez años de una termoeléctrica de carbón en Texas.

Para calcular cómo de caro saldría este sistema, solo necesitamos dos datos: la cantidad de emisiones mundiales y el coste de absorber emisiones utilizando la DAC.

El número de emisiones ya lo conocemos: son 51.000 millones de toneladas al año. En cuanto al coste que supone retirar del aire una tonelada de carbono, la cifra no se ha establecido de manera definitiva, pero es de al menos 200 dólares por tonelada. Creo que es realista esperar que, con un poco de innovación, se reduzca a 100 dólares por tonelada, así que me ceñiré a este número.

Lo que nos lleva a la siguiente ecuación:

51.000 millones de toneladas al año x 100 dólares por tonelada = 5,1 billones de dólares al año.

En otras palabras, la opción de utilizar la DAC para resolver el problema del clima costaría al menos 5,1 billones al año, cada año, mientras continuáramos produciendo emisiones. Eso representa cerca del 6 por ciento de la economía mundial. (Se trata de una suma estratosférica, aunque, en realidad, esta teórica tecnología DAC saldría mucho más barata que si intentáramos reducir las emisiones paralizando sectores de la economía, como hemos hecho durante la pandemia de la COVID-19. En Estados Unidos, según datos del Rhodium Group, el coste por tonelada para la economía oscilaba entre los 2.600 y los 3.300 dólares. En la Unión Europea, se aproximaba más a los 4.000 dólares por tonelada. Dicho de otro modo, era entre veinticinco y cuarenta veces más caro que los 100 dólares por tonelada que esperamos que cueste algún día.)

Como ya había mencionado, la solución basada en la DAC es solo un experimento mental. En la vida real, la tecnología DAC no está preparada para implementarse en todo el mundo y, aunque lo estuviera, sería un método de lo más ineficiente para resolver el problema del carbono en la atmósfera. No está claro que seamos capaces de almacenar cientos de miles de millones de toneladas de carbono de manera segura. No existe una forma práctica de recaudar 5,1 billones de dólares al año ni de asegurarnos de que todo el mundo pague la parte que le corresponde (incluso el intento de definir qué parte corresponde en justicia a cada uno provocaría conflictos políticos considerables). Necesitaríamos construir más de cincuenta mil plantas de captura directa en todo el mundo solo para lidiar con las emisiones que estamos produciendo ahora mismo. Por otro lado, la DAC no funciona con el metano u otros gases de efecto invernadero, solo con el dióxido de carbono. Además, seguramente sería la solución más cara; en muchos casos, saldría más barato acabar con las emisiones de gases de efecto invernadero.

Incluso si se consiguiera que la DAC funcionara a escala mundial —y no hay que olvidar que soy un optimista en lo que a la tecnología se refiere—, lo más seguro es que no podría desarrollarse ni desplegarse con rapidez suficiente para evitar daños graves al medio ambiente. Por desgracia, no podemos limitarnos a esperar que nos salve una tecnología futura como la DAC. Debemos empezar a salvarnos a nosotros mismos desde este instante.

Sugerencia: ten siempre presentes las primas verdes y pregunta si son lo bastante bajas para que puedan pagarlas los países de renta media.

Veamos un resumen de las cinco sugerencias:

1. Convertir las toneladas de emisiones en un porcentaje de 51.000 millones.

2. Encontrar soluciones para las cinco actividades que son la causa de esas emisiones: fabricar cosas, consumir energía, cultivar y criar, desplazarse y calentar o enfriar.

3. Kilovatio = hogar. Gigavatio = ciudad mediana. Cientos de gigavatios = país rico y grande.

4. Considerar cuánto espacio será necesario.

5. Tener presentes las primas verdes y averiguar si son asequibles para los países de renta media.