1
La pandemia de la Covid-19 ha llegado a La Cañada de Azcón. Si la luz eléctrica o el agua corriente tardaron décadas en venir, esto ha llegado a la vez que en todas partes. Podía interpretarse como un ejemplo de la velocidad de la enfermedad y de las medidas para combatirla, o como la confirmación de que el progreso a veces se hace esperar pero el atraso siempre llega puntualmente.
Por supuesto, no se podía saber. ¿Cómo íbamos a prever, cuando estábamos buscando pronombres válidos para los nuevos géneros (que aunque fueran comprensibles en castellano, tuvieran una clara derivación desde el aragonés y conservaran ecos del catalán, así como de otras lenguas que quizá se habían hablado en la zona), que una epidemia trastocaría todos nuestros planes? También es mala suerte. Teníamos grandes planes y llegó el microorganismo. Ahora mismo está todo en el aire, incluyendo el ciclo de homenaje a Agnès Varda que íbamos a hacer en el frontón antes de fiestas.
Pero en el pueblo nunca nos tomamos la amenaza a la ligera, desde que una tarde de enero, cuando estábamos echando la partida en el bar de Lourdes, Eusebio vino y dijo que su madre Angelines, había levantado la vista del jersey que estaba cosiendo para su bisnieta Julia, la de Castellón, había visto las noticias de China en la tele y había dicho:
—Mal se le pone el ojo a la vaca.
Según Lourdes, la tía Angelines había dicho esa misma frase otras ocho veces: en septiembre de 1929 (fueron sus primeras palabras), poco antes del hundimiento de Wall Street; el 28 de febrero de 1938, la víspera del bombardeo de La Cañada en la guerra civil; el 10 de septiembre de 2001; la tarde antes de que saliera en el Boletín Oficial de Aragón que el centro de salud estaría finalmente en La Valredonda y no en La Cañada; la víspera del colapso de Lehman Brothers; dos días antes de la muerte de Prince; en la pretemporada de un año que terminó con el Zaragoza bajando a Segunda, y otra vez más, que no se sabe si fue por algún acontecimiento que no tenemos claro o si es que estaba jugando a las cartas y le iban a ahorcar el tres, y eso siempre le ha dado mucha rabia. Así que, aunque no sabíamos exactamente el alcance de la amenaza, no estábamos tranquilos. En el taller de nuevas masculinidades decidimos cambiar el orden del día y hacer mascarillas con los cachirulos.
Las tres participantes del taller y yo estuvimos en la plaza el 8-M (al rato se asomó el tío Juan el Garroso para cotillear), pero fuimos con las mascarillas.
—Mira, pues el cerdal se nota menos —dijo Rosario.
—Y como que te sientes anónima, quieras que no entiendes a las moras —dijo Adoración, que con sus ciento veinte kilos de peso es difícil de confundir aunque lleve mascarilla.
Esa tarde volví a casa preocupado.
Saputo, el gallo de la tía Almerinda, no había cantado.
Gobernanza multinivel, complejidad, gestión en red de la nueva incertidumbre y asunción activa del principio de la ignorancia, pensaba.
2
Era necesario celebrar una reunión con los responsables sanitarios, así que fui a tomar café a casa de la médica. Coincidimos en que había que tener en cuenta las peculiaridades demográficas y económicas de La Cañada. Una era el porcentaje de población de riesgo, que por edad rondaba el 90 por ciento. Muchos hombres, mineros jubilados… Si contabas que era más grave en los bebedores, estaría en el 95 por ciento. Tenían algo menos de riesgo los niños y Mohamed, pero creo que bebe cuando no estoy delante. Había que ser muy riguroso con las medidas de protección. Por eso, una de las primeras cosas que hice fue escribir un pregón:
—Se hace saber, por orden del señor alcalde, que se aconseja a los ciudadanos acercarse hasta estar a dos metros de separación de otra persona, para cumplir con las medidas de distanciamiento social que recomiendan las autoridades sanitarias.
Cuando se anunció que se iba a declarar el estado de alarma pusimos un cartel en la calle del tío Ernesto el Flemas: «Prohibido escupir».
Cuando expliqué que había que cerrar la escuela y que no sabía si abriría en septiembre, me dijeron que eso pasaba todos los años.
La hostelería, qué disgusto. Lourdes. Y todas esas cervezas ahí abandonadas, se me parte el alma, decía Javier.
Salí a pasear, con Yanis. Había mucho que pensar y decidir, casi me dieron ganas de volver a fumar. Tantos poderes para el ejecutivo. Vi que había un podcast sobre Hobbes de David Runciman, pensé en bajármelo donde hubiera un sitio con cobertura. Se veían la luna y las primeras estrellas. Subí al palomar. Quizá no lo pensé de forma consciente, pero Tomás siempre me había dado buenos consejos, y tenía fama de ser un hombre cabal.
—Ahí va de ahí, cojona, que me pisas el sembrao —me dijo.
Eso en Teruel es la función fática que codificó Roman Jakobson: estableces un canal de comunicación. Nos quedamos un rato callados. El palomar era como un castillo. Entonces lo entendí: el pueblo era una ciudad sitiada, como en la Edad Media. Eso me dio ánimos para preguntar.
—¿Crees que esto va a reforzar o debilitar al populismo?
—Pues de todo habrá.
—Claro, es que piensas además que esto refuerza a los Estados y por tanto la idea de nación, pero a la vez también es algo global, entonces es un lío.
—Ya lo puedes decir.
—Y por otro lado, claro, dices, ¿y si es una llamada de atención de la naturaleza? ¿Una especie de advertencia? Como si la naturaleza se vengara de nuestras agresiones, de nuestra falta de sensibilidad, hemos trastocado de tal manera los ecosistemas…
—Te he dicho que no me pises el sembrao.
—Lo que está claro es que vivimos demasiado deprisa, estamos obsesionados por el dinero, el prestigio, el temor a quedarnos fuera, la visión del turismo se ha extendido a toda nuestra vida, la sensación de que hay que experimentar constantemente… Igual esto es una especie de voz que dice: Tranquilos, id más despacio.
—Chico, llevas media hora hablando y aún me dices que vamos con prisas.
Luego nos quedamos callados un rato más.
3
Los primeros días hubo pocos incidentes. Había algo de temor y tensión, pero estábamos bien de ánimo. Ahora todo el mundo vive como nosotros hemos vivido siempre, dijo mi tía, que sabe encontrar el lado bueno de las cosas.
Aun así, se notaba una tranquilidad infrecuente. No es que La Cañada fuera Nueva York antes de la pandemia (aunque la latitud es la misma, 40,7 norte, por eso seguía con especial atención la gestión de Cassio y Cuomo), pero ya no se oían las mulas mecánicas por las mañanas, ni los tractores, o los vendedores ambulantes. La contaminación había desaparecido, no había aglomeraciones en la calle Mayor. Ya antes de la alarma dejamos de ver a los turistas que venían a rellenar garrafas, con sus tuppers con tortilla, y luego se iban a buscar setas al monte. Es verdad que no se oía el ruido de los niños por las calles. En realidad no se oía nunca porque casi no hay niños, pero si te paras a pensarlo impresiona.
Para nosotros no era una novedad que la naturaleza reclamara, como se decía en las ciudades, terreno a los humanos: no hacía falta más que ver las masadas abandonadas. Aun así, un día, al ver a unos jabalíes cerca del lavadero, a Javier, tesorero de la asociación de cazadores y campeón de tiro, se le saltaban las lágrimas por la oportunidad perdida. (Yo había sacado a pasear a Yanis, él había ido a pasear a Santi, su perro de caza preferido.)
En vista de la situación, cuando empezó el confinamiento, me fui a casa de Lourdes, encima del bar, en vez de a la de mi tía. Su ubicación era más céntrica, venía mejor para las emergencias que podía generar la crisis sanitaria.
Los sábados veía las comparecencias del presidente del Gobierno. A primera hora me iba al punto de cobertura que había en las eras para leer lo que Eva Belmonte escribía sobre el BOE y con eso me iba orientando.
Hablé con los empresarios locales: el dueño de la serrería (y jefe de la oposición), Alejandro, el CEO (y único empleado) de la quesería, Lourdes (bar de la carretera), Roberto (bar de Roberto), Juan Manuel (secadero de jamones) y Silvina Domingo (la gerente del puticlub). Les expresé mi preocupación y mi apoyo.
Para poner en valor la importancia de la cultura, imprescindible para el desarrollo de una ciudadanía con sentido crítico, pensé en organizar sesiones de Instagram Live. Pero como la conexión en el pueblo es tan floja (uno de los proyectos que ha aplazado la Covid-19, pero no me rindo), las jotas de Paca se oían más por la ventana que por los ordenadores o los móviles.
Que se comió un pangolín
aquel chino una mañana.
Desde entonces a mi novio
lo veo por la ventana.
Fue emocionante el día que le contestó Rogelio desde el balcón de su casa, en la plaza:
Aunque gastes mascarilla
no te creas que me inquieta:
si no te veo la cara
te conozco por las tetas.
A pesar de que la letra tenía algunos aspectos problemáticos desde una perspectiva de género, fue un momento hermoso, casi mágico. Uno sentía claramente la comunidad amenazada, la sensación de que estábamos unidos, protegiéndonos unos a otros.
Alguna cosa pasó… El lunes, la guardia civil paró a Juan el Garroso cuando iba a dar de comer a las ovejas. El martes, lo volvieron a parar. El miércoles, volvieron a pararlo cuando regresaba. El jueves, a la ida. Al tío Francisco lo pararon tres veces cuando iba a regar la huerta la primera semana. El tío Máximo, precavido, se trajo a una de las ovejas a casa y decía que la llevaba de paseo. (Parece que, por lo que contaba, esto generó un desconcierto especial en uno de los agentes, a quien en el pueblo empezaron a llamar teniente Colombo.) Yo no quería ponerme paranoico, pero el número de detenciones y sanciones por habitante hacía pensar que La Cañada era más o menos Baltimore. Empecé a preguntarme si habría algo de racial profiling en esas actuaciones de la guardia civil: eran todos hombres blancos de más de sesenta años de edad, con boina, alpargatas y un gayato.
Al margen de estas anécdotas, la situación era bastante tranquila. En realidad, el primer problema serio se produjo un par de semanas después, casi al caer la tarde. Se cumplió la ley de hierro de la tía Michela: «Siempre viene uno de fuera a joder la marrana».
4
Desde la ventana vi que, a lo lejos, venía un coche. Normalmente ya era una cosa rara, pero en esas circunstancias era extraordinario. Luego, cuando llegó al pueblo y giró a la derecha para entrar, me pareció reconocer el coche de los padres de Javi.
Pensé que iban hacia el Planico de la Iglesia —donde habían aparcado la última vez que habían venido— y corrí hacia allí. El coche estaba delante de la cochera del cura. Se bajaron Lina, Javi, Julia y Fernando.
—Venimos de refugiados —dijo Lina.
Dudamos sobre cómo debíamos saludarnos, pero mantuvimos la distancia.
Lo primero que pensé es que eran irresponsables e insolidarios. Venían de uno de los epicentros de la epidemia a un lugar donde no habíamos tenido un solo caso, un sitio, no es que quiera presumir, que había sido extremadamente audaz y rápido en la toma de medidas, el Taiwán del Maestrazgo, como había dicho en uno de sus boletines El Peirón, la revista local, cuya independencia está fuera de toda duda.
Javi dijo que había venido a escribir un diario del confinamiento y que le había parecido que daría más juego ambientarlo en el pueblo. «Paco Martínez Soria meets J. G. Ballard», comentó; distinguiría su diario de todos los demás. Ya que no le iba a pasar nada, creía que sería mejor el elemento exótico de la España vacía. Julia dijo que daría las clases de la universidad desde allí. Fernando explicó que quería hacer un ensayo sobre el mundo después de la pandemia, una idea totalmente original. Lina dijo que estaba harta de la política, había dejado el trabajo y podía traducir desde cualquier sitio. Nunca había imaginado que diría algo así cuando salíamos juntos: con la de veces que discutimos porque según ella lo personal es político y lo difícil que era elegir un restaurante sin cometer una injusticia histórica. También dijo que se preguntaba si había llegado el momento de dejar el estrés de la capital, el ritmo frenético pero superficial de la ciudad cosmopolita y abrazar la vida tranquila del pueblo para profundizar en el conocimiento de sí misma y disfrutar del contacto con la naturaleza.
—Además, creo que es hora de rebajar mis expectativas.
Tuve la sensación de que hablaba de mí, parecía casi una declaración. Era una de las cosas más bonitas que me había dicho.
Por un momento me quedé sin respuesta.
Y pensé que a pesar de todo debía decirles que esas no eran formas, y además de qué iba Lina, y qué pasaba con Javi, y cuando iba a hablar fue como el final de la película El oso, cuando un puma persigue al oso pequeño y el oso pequeño se da cuenta de que su única posibilidad es plantarle cara, aunque lleve las de perder. El oso pequeño ruge y el puma se da la vuelta resignado, el oso pequeño cree que ha sido él pero es que un oso enorme ha venido en su ayuda: es el rugido ensordecedor del oso lo que ahuyenta al puma. En este caso, era mi tía.
—Pero seréis zánganos, andar a cascarla —dijo.
En ese momento Javi, que siempre ha tenido muchas alergias, estornudó.
—La madre que lo parió —dijo mi tía, con una falta de sororidad que me parece justificable por la tensión del momento.
Mi tía solucionó rápidamente la emergencia. Decidió que los forasteros se quedarían en casa de su hermana Isabel, que vive en Terrassa, y que luego echaríamos cuentas. Rápidamente resolvió la cuestión logística, mientras los cuatro estaban ahí esperando en el Planico, sin permiso para alojarse. Mandó a mi tío a abrir la casa, me hizo ir a comprar algunas cosas a la tienda para que hubiera provisiones. Tanto Emerson para que te haga otro la compra, pensé. No había quinoa ni leche de soja, quizá se habían agotado. Luego los llevó hasta la casa de su hermana, abrió la puerta y le mandó entrar.
—Hala —dijo, y cerró la puerta por fuera.
—Y a ti —me dijo— te voy a dar más palos que a una estera.
Entendí la idea del mando único.