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En la última década el ascenso de los mercados del capital ha dominado los discursos y ha dado forma a la conciencia global. Las corporaciones multinacionales han llegado a parecer más vitales e influyentes que los gobiernos. La subida espectacular del Dow Jones y la velocidad de internet nos han llamado a vivir de forma permanente en el futuro, en el resplandor utópico del cibercapital, porque allí no existe el recuerdo y es el lugar donde los mercados no están controlados y el potencial de inversión no tiene límite.
Todo esto cambió el 11 de septiembre. Hoy el relato del mundo lo vuelven a escribir los terroristas. Pero el objetivo principal de los hombres que atacaron el Pentágono y el World Trade Center no fue la economía global. Fue Estados Unidos quien provocó su furia. Fue el brillo de nuestra modernidad. Fue el ímpetu de nuestra tecnología. Fue eso que se percibe como nuestra impiedad. Fue la fuerza bruta de nuestra política exterior. Fue el poder que tiene la cultura estadounidense para infiltrarse en todas las paredes, hogares, vidas y mentes.
La respuesta del terror es un relato que se ha ido escribiendo a lo largo de los años, pero que ahora se vuelve inexorable. Los territorios que han quedado ocupados ahora son nuestras vidas y mentes. El acontecimiento catastrófico ha cambiado nuestra forma de pensar y de actuar, momento a momento y semana a semana, y no sabemos cuántas semanas, meses y años de acero están por venir. Nuestro mundo, o por lo menos varias partes de nuestro mundo, se ha precipitado en el de ellos, lo cual quiere decir que ahora vivimos en un lugar de peligro y de furia.
Los manifestantes de Génova, Praga, Seattle y otras ciudades quieren ralentizar ese impulso global que parece estar llevándonos a ciegas a un paisaje de consumo robotizado y de inestabilidad social, y también mermando seguramente la capacidad de la mayoría de la gente de la mayoría de los países para decidir sus propios destinos. Fueran cuales fueran los actos de violencia que marcaron las protestas, la mayoría de los hombres y las mujeres involucrados en ellos tienden a ser una influencia moderadora que intenta ralentizar la situación, estabilizar la situación, postergar ese futuro al rojo vivo.
Los terroristas del 11 de septiembre, por su parte, quieren traer de vuelta el pasado.
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Nuestra tradición de libertad de expresión y la salvaguardia que hace nuestro sistema judicial de los derechos de los acusados solo pue-den parecerles una ofensa a unos hombres entregados al terror suicida.
Nosotros somos ricos, privilegiados y fuertes, pero ellos están dispuestos a morir. Esa es la ventaja que tienen, el fuego de la fe agraviada. Nosotros vivimos en un mundo muy grande, rutinariamente lleno de toda clase de intercambios, un circuito abierto de trabajo, conversaciones, familias y sentimientos expresables. El terrorista, infiltrado en un pueblo de Florida, empujando su carrito de supermercado, saludando con la cabeza a su vecino, vive de una manera mucho más restringida. Esa es su ventaja y su fuerza. Las conjuras reducen el mundo. El terrorista trama una conjura en torno a su rabia y nuestra indiferencia. Vive una modalidad muy concreta de separación, dura y tensa. No es el narcisista, ese chaval blanco blandengue y desorientado que dispara a alguien para evitar desaparecer en su propio interior. El terrorista comparte con los suyos un secreto y un yo. En un momento dado sus hermanos y él pueden empezar a sentirse menos motivados por la política y por el odio que por el hecho en sí de la hermandad. Tienen en común los códigos y los protocolos de su misión en este territorio, y también algo más profundo, una visión del juicio y la devastación.
¿Acaso la imagen de una mujer empujando un carrito de bebé ablanda al terrorista, obligándole a ver su humanidad y su vulnerabilidad, y también la de su criatura, y la de toda la gente que ha venido a matar?
Esa es su ventaja, que no la ve. Años aquí, esperando, yendo a clases de vuelo, desempeñando rutinas de la comunidad y del hogar, la tarjeta de crédito, la cuenta bancaria, el apartado de correos. Todo táctico, vinculado, estratificado. Sabe quiénes somos y lo que significamos en el mundo: una idea, una fiebre justiciera en el cerebro. Pero al final de su mirada no hay ningún ser humano indefenso.
La sensación de desarticulación que oímos en la expresión «nosotros y ellos» nunca ha sido tan impresionante por ambas partes.
Podemos decirnos a nosotros mismos que lo que sea que hayamos hecho para inspirar amargura, desconfianza y rencor no puede ser tan execrable como para provocar los eventos de ese día. Pero el apocalipsis no tiene lógica. Sus artífices han traspasado las fronteras de la retribución apasionada. Esto es el cielo y el infierno, una noción de martirio armado entendido como drama máximo de la experiencia humana.
El hombre jura sumisión a Dios y medita sobre la sangre que se va a derramar.