LA DANZA DE LOS MUERTOS
¡Cuántas palabras para tan poca cosa!
(Epígrafe universal)
Muerte hace finalmente
ir todos a juicio.
(Danza de los muertos)
I
Evocación
¡A la danza, los muertos! A la danza cuando suena medianoche y toda la nave se estremece con los sonidos de su lúgubre armonía. Entonces el cielo se cubre de negras nubes, los búhos vuelan sobre las ruinas y la inmensidad se puebla de fantasmas y de demonios, y se oyen voces sepulcrales, y gritos, y suspiros. Entonces las tumbas se entreabren, los esqueletos deshacen sus sudarios que la tierra ha pegado en sus huesos; se levantan, caminan, danzan. ¡A la danza, los muertos! Ha sonado la hora, salid de vuestras tumbas; oíd el bordón de las campanas cantándola. ¿No os cansáis? Danzad ahora que estáis muertos, ahora que la vida y la desdicha se han ido con vuestras carnes. ¡Vamos! Vuestras fiestas ya no tendrán día siguiente, serán eternas como la muerte; ¡danzad!, ¡regocijaos con vuestra nada! Para vosotros ya no hay preocupaciones ni fatigas, ya no existís; para vosotros ya no hay desdicha, estáis muertos. ¡Oh, muertos, danzad!
¡Danzad!, ¡que la ronda sea inmensa y la fiesta gozosa! Danzad hasta el alba, y luego volveréis a acostaros en vuestros lechos de piedra. ¡Elegid vuestras mujeres! ¡Que su cabeza sea blanca y sus largos dientes pulidos! Su piel es fría, ¿verdad?, ¡muy fría! Y sus ojos os miran. ¡Hace que salten mucho, que el vals las arrastre! ¡Cuánto placer! Están desnudas y os muestran sus corazones, el sitio donde estaba su alma, donde tantas veces han palpitado dulces cosas. Son hermosas, su talle es fino, sus uñas largas, pulidas, blanqueadas; sus cabellos flotan sobre sus hombros. ¡Danzad, muertos! ¡Besaos! Vuestras bocas ya no muerden; son puras ahora. La orgía con vino tinto, la lujuria, las mentiras, la blasfemia ya han desaparecido; el gusano ha pasado por ahí y se ha apoderado de los labios.
¡Vamos! La luna os alumbra, ¿hay lámpara más bella? Brilla a través de las nubes que la reflejan sobre vosotros como detrás de una cortina azul; ¡la llanura es inmensa, es la tierra, es la inmensidad, son los siglos en los que danzáis! Y si encontráis una mujer que os agrade, que sea más bella que los ángeles, cuyo sudario sea más sedoso y más largo, más suave, menos amarilla, menos desdentada, y que también os ama, sentaos juntos, abrazaos pensando en las alegrías pasadas en la tierra, y acostaos los dos sobre la hierba de las tumbas y vuestros cráneos se tocarán, se besarán.
Porque el amor hace revivir; y cuando ya no seáis nada, como la tierra sobre la que danzáis, un viento de estío, suave, lleno de perfumes y de delicias, tal vez se lleve vuestros polvos y los arroje sobre las rosas.
¡Danzad, muertos! Solo la noche es vuestra.
Pero ¿qué hacéis los largos días de invierno, cuando la nieve os cubre y se camina sobre vuestras cabezas? Lloráis en vuestros sudarios, dais vueltas en vuestro ataúd. Además, los gusanos suben sobre vosotros y a veces os despiertan.
Decidme, ¿hay duda de que las muchachas piensan en sus amores, los reyes en sus coronas y los locos en su gloria que se pudre como ellos? O esperáis la hora, la hora que no llega, y gemís de hastío, la madera os hace daño, la tierra os ahoga, y además hace frío y está oscuro.
–¡Oh, no! Nosotros dormimos.
II
Ese día, no sé qué parte de virtud, qué viento de filantropía había soplado sobre la tierra, pero Satán se aburría. Solo, en los cielos, en ese lugar donde se pone a Dios y donde los filósofos rechazan el vacío, se cansaba de esperar a las puertas del paraíso.
Jesucristo acertó a pasar y oyó a sus pies una risa que tenía de estertor y de orgullo al mismo tiempo.
–¡Tú otra vez, maldito! –dijo al ver el rostro condenado del muerto, de pie sobre un cometa, a unos cientos de pies más abajo.
Su voz era dulce, y la inmensidad vibró mucho rato con una armonía celestial.
–¡Otra vez yo, amo mío! Sabéis que soy eterno, que soy un Dios; la Escritura me lo otorgó y los más impíos tienen fe en mí.
–Tu orgullo es altivo y lleno de amargura; ¡basta!, cállate, espíritu de las tinieblas.
–¿Tenéis poder para hacerme callar?
–¡Cállate! Está escrito: «No tentarás al Hijo del hombre».
–Y eso es falso, repito una vez más; vos mismo lo habéis experimentado cuando teníais un hambre tan terrible en el desierto. Poco faltó, creo, para que el estómago no prevaleciese sobre la misericordia.
–¡Pero te vencí, serpiente! El día de mi muerte, hubo un estremecimiento de alegría en el cielo, y la tierra palpitó de felicidad hasta en sus entrañas. La esperanza había llegado a ella.
–Luego desapareció, esa noche misma tuvisteis una extraña fiebre en los Olivos.
–Cierto, fue una noche terrible. ¡Oh, cuántas tentaciones! Solo el amor me sostenía entonces.
–No tan bien como la cruz de madera en la que expirasteis.
–¿Y en cuanto al arcángel? ¿Negarás tu derrota?
–Eso no demuestra nada, porque triunfo cada día.
–¡De nuevo vanidad!
–¡Ah!, esa vanidad es algo admirable y que me sirve de un modo maravilloso, hago de ella el genio de los poetas y la virtud de las mujeres.
–¿Triunfas de verdad?
–Pregúntaselo a tu padre; si supieras… llorarías por sus sufrimientos pasados. Tu padre me quiere mucho, he reinado sobre todas las religiones, todas las castas, todos los imperios. Desciende conmigo a la tierra y verás.
–¿No está en ella el Espíritu Santo?
–No, hace ya varios siglos que murió de una fluxión de pecho.
–¡Siempre! Pero...
–¿Qué puedes hacerme? ¿Aniquilarme? Te lo agradeceré. ¿Aliviar mis penas? Soy demasiado orgulloso; y hacerme feliz, eso no puedes hacerlo. Ven conmigo, y si no hay suficientes vivos te mostraré los muertos, y enseguida verás quién de nosotros dos resultará vencido.
Y hubo una inmensa risa que colmó los abismos.
III
–Descended, y allá abajo veréis cómo soy el amo, cómo todo se inclina ante mí, cómo se me respeta, cómo se me inciensa lo mismo que a un soberano. Me siento en un trono más amplio que el de todos los reyes, cortejan a mis ministros, matan por ellos, y a mí me adoran. ¡Si supieras qué bello concierto zumba sin cesar en mis oídos! Todas las noches, voluptuosidades, todos los días, orgías, y el crimen por todas partes. ¡Oh, el crimen! ¡La sangre cuando humea y cuando la espada avanza! ¡Y además el oro en el que se revuelcan! Y mis mujeres, que hago más bellas que tus ángeles, porque los demonios aman mejor que los santos.
–Eso es muy tuyo, espíritu infernal: la lujuria en el cuerpo, la blasfemia en la boca, el orgullo en el alma.
–¿El orgullo? Tú no conoces sus delicias. Mira, es un licor que os quema, pero es embriagador.
–Y la blasfemia, ¿refugio de condenados?
–Es el único alivio de los que no lo tienen.
–¿Y la lujuria, de la que tan bien sabes servirte para envilecer a la criatura de mi padre cuando la asimilas al bruto?
–Contempla a esa bella criatura, ese reflejo de los cielos, el hombre más alto entre los hombres, Alejandro, revolcándose como un carretero borracho o un perro sarnoso en los brazos de una pelandusca. Mira, me río de todo corazón, si tengo un corazón, cuando veo a los filósofos quemar sus libros, a los santos tirar tu imagen, a los poetas arrojar sus ensoñaciones, para ir a lanzarse a los brazos de una mujer a la que al cabo de dos días yo admiro como podredumbre.
–Entonces, ¿tus voluptuosidades mayores son el suplicio de los hombres, y las lágrimas ajenas se convierten en tu alegría?
–Sí, ellas me alimentan, ese es mi único placer. Sufrir solo, como un cenobita, sería indigno de Satán, además, ¡yo sí que cumplo bien mis funciones! Cuando el Eterno me derribó, mis manos vencidas se crisparon sobre el mundo; todavía siguen desgarrándolo.
–¿Nunca piedad?
–Tengo más que tú y toda tu familia; doy a los que amo una impiedad dulce y alegre; borrachos, se duermen para siempre y pasan allí buenas noches.
–¡Piedad! ¡Piedad! Crees entonces que no hay más alegrías que las tuyas, ¡pobres alegrías de un momento que pasan como una sonrisa! Entonces, ¿no has visto nunca hombres santos en la tierra, nunca sublimes impulsos de corazones llenos de amor y de fe, vidas abnegadas, cosas bellas que salen del alma? No, porque las delicias más puras te son negadas, jamás has oído las voces de los ángeles, jamás has sentido siquiera en el espacio una última vibración de su arpa de oro que se moría hacia los mundos.
–No, nunca.
–Nunca has conocido las delicias del corazón, los éxtasis santos, los arrebatos; es porque nunca has visto la morada de los felices donde la eternidad no es más que alegría y delicias.
–Y tú, ¿nunca has corrido como yo por bellos pechos de concubinas, cuando el vino chorreaba en oleadas rojas y la lujuria se extendía sobre el mantel enrojecido en medio de las copas rotas? Y todo canta y da vueltas, y luego esas carnes caen, el vino se escurre y solo quedan los muertos. Y el paño de los tronos se va arrastrado como un harapo por los vientos, la gloria se enmohece, la virtud se duerme, la voz ronca de sus sermones; y yo tomo todo eso en mis manos, rompo las tumbas, y los muertos danzan. Vuelven de noche cuando los llamo; es bello, amo mío: hay que ver cómo se extiende la procesión de fantasmas sobre el muro verdoso, cuando la luna brilla sobre las tumbas y las aves nocturnas baten sus alas sobre las cabezas amarillas. La vida en la que he reinado llega a la muerte que los felices maldicen; ella, la vieja, está ahí, siempre seria, desdentada, abrazando a todos, besando a todos. Se la paga antes de meterse en la cama que os da; hay que meterse desnudo, entregarle sus ropas, sus amores, sus tesoros, sus imperios, lo quiere todo. Pero por la noche yo los despierto, y quiero que se dance también en ese lugar.
–¿Y las almas?
–Sí, las hago revivir porque han amado y maldecido. Todavía hay pasiones bajo su pecho de esqueletos.
–Entonces, ¿tus persecuciones se extienden más allá de la tumba?
–¿Y las tuyas?
–¿Sigues persiguiendo a los cadáveres?
–Algunas veces se quejan, pero tienen que levantarse y danzar. Me divierte eso de ver cada noche lo que hice mientras vivían, y si hay alguna falta la corrijo; es una lección
–¡Pobres hombres! ¿Cuándo vendréis a mi seno para resguardaros de la condenación?
–¡Ah, ah!, ¿te refieres al fin del mundo? Cuando llegue, me cruzaré de brazos y volveré a mis cocinas.
–¿Condenarte completamente solo?
–Antes de eso habré hecho mi obra maestra: el Anticristo. Lo he esbozado muchas veces, pero a fuerza de trabajo encontraré el oro, ya veréis, maestro. Pero venid conmigo, si tenéis que hacer alguna visita al papa, hay que aprovechar la ocasión. Mirad, ahí tenéis una estrella que cae sobre la tierra, yo ya estoy a caballo, ¡en marcha!
IV
Y la inmensidad llena de azur estaba en todas partes; arriba, abajo, a derecha, a izquierda, seguía extendiéndose por todos lados e iba a perderse detrás de mundos desconocidos; y los planetas corrían, arrastrados por el huracán con sus vestidos de estrellas que se arrastraban tras ellas. Se hubiera dicho reinas locas y trastornadas que corrían sobre una alfombra de terciopelo azul.
Por todas partes el firmamento resplandecía con mil claridades; las estrellas, fijas sobre su base de diamante, centelleaban sobre la pureza del azur; y todo esto, sin embargo, daba vueltas, marchaba en una carrera gigantesca, inmensa, infinita. Y muy abajo, en ese lugar del vacío donde ya no brilla nada, donde las nubes ruedan y se deslizan sobre sí mismas, se veía un punto negro lleno de tinieblas: era la tierra: una esfera redonda, ennegrecida por fuera, escurridiza, difícil y fría como un vaso vacío; dentro, el vacío.
Unas almas subían al cielo con sus alas blancas que volaban así; cantaban, y su voz que llegaba hacia los santos parecía como un himno de amor venido de lejos y que, en su etérea carrera, arrastra consigo céfiros suaves y dulces y unos perfumes salidos del corazón.