Empecemos por el niño. Se llamaba Yusuf, y cuando tenía doce años tuvo que abandonar su hogar de manera repentina. Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Las flores morían apenas brotaban. Extraños insectos salían de debajo de las piedras para retorcerse hasta morir bajo la luz abrasadora. El sol hacía que los árboles lejanos temblasen en el aire y que las casas se estremecieran y jadearan con dificultad. Con cada pisada una nube de polvo se elevaba, y una quietud agobiante se cernía sobre las horas de más calor. Momentos precisos como éstos acudían a su memoria cuando menos se lo esperaba.
En aquella época vio a dos europeos en el andén. Eran los primeros que veía en su vida, pero aun así no se asustó, por lo menos al principio. Iba a menudo a la estación para ver la entrada de los trenes, estruendosos y llenos de gracia, y luego esperaba hasta que volvían a ponerse en movimiento bajo las órdenes que el ceñudo guardavía indio impartía valiéndose de un banderín y un silbato. En ocasiones, Yusuf esperaba durante horas la llegada de un tren. Los dos europeos también esperaban, de pie bajo un toldo, con el equipaje y otros enseres voluminosos apilados con esmero a corta distancia. El hombre era corpulento, y tan alto que tenía que agachar la cabeza para no tocar el toldo bajo el cual se protegía del sol. La mujer, cuyo resplandeciente rostro aparecía parcialmente oscurecido por dos sombreros, estaba un poco detrás de él, en la sombra. Llevaba una blusa blanca con volantes abotonada en el cuello y las muñecas y una falda larga que le rozaba los zapatos. También era grande y alta, pero de manera diferente. Mientras ella daba la impresión de estar hecha de alguna materia maleable, como si fuese susceptible de adquirir otra forma, él parecía haber sido tallado de un solo trozo de madera. Miraban en distintas direcciones, como si no se conocieran. Yusuf observó que la mujer se pasaba el pañuelo por los labios y, con toda naturalidad, se quitaba trocitos de piel seca. El hombre tenía manchas rojas en la cara y, mientras sus ojos recorrían lentamente el atiborrado y reducido paisaje de la estación, abarcando los cerrados almacenes de madera y la enorme bandera amarilla con el dibujo de un brillante pájaro negro, Yusuf tuvo ocasión de estudiarlo detenidamente. Entonces se volvió y advirtió que Yusuf lo miraba. El hombre primero apartó la vista, pero luego se volvió hacia él y lo observó por un buen rato. Yusuf no podía dejar de mirarlo. De pronto, el hombre dejó escapar un involuntario gruñido, mostró los dientes y dobló los dedos de un modo inexplicable. El muchacho captó la advertencia y se alejó sin dejar de murmurar las palabras que le habían enseñado a decir cuando precisaba de la repentina e inesperada ayuda de Dios.
El año en que abandonó su casa fue también el año en que la carcoma infestó los postes del pórtico de atrás. Su padre aporreaba con furia los postes cada vez que pasaba por su lado, para que de esa forma supiesen que estaba al corriente del juego que se traían entre manos. La carcoma dejaba regueros en las vigas, que poco a poco se asemejaban a aquella tierra revuelta que señalaba los túneles de los animales en el lecho de un arroyo seco. Cuando Yusuf los golpeaba, los postes sonaban a blando y hueco, y diminutas y granulosas esporas de putrefacción se desprendían de ellos. Si refunfuñaba pidiendo comida, su madre le decía que se comiese los gusanos.
—Tengo hambre —se quejaba, una letanía que nadie le había enseñado y que recitaba con creciente malhumor a medida que pasaban los años.
—Cómete la carcoma —le sugería la madre, para luego, ante la exagerada expresión de congoja y repugnancia del muchacho, echarse a reír—. Anda, atibórrate tanto como quieras y cuando te apetezca. No seré yo quien te lo impida.
Para mostrarle lo patética que era su broma, él suspiraba como si estuviera hastiado del mundo, de una manera que llevaba tiempo ensayando. A veces comían huesos, que su madre ponía a hervir para preparar una sopa ligera bajo cuya superficie grasienta acechaban trozos de médula esponjosa. En el peor de los casos, sólo había guisado de quingombó, pero por mucha hambre que tuviese, Yusuf era incapaz de tragarse aquella salsa viscosa.
Su tío Aziz también los visitaba en aquella época. Sus visitas eran breves y espaciadas, y normalmente acudía con un montón de viajeros, porteadores y músicos. Se detenía en el curso de los largos viajes que realizaba desde el océano hasta las montañas, los lagos y las selvas, cruzando las llanuras secas y las desnudas colinas rocosas del interior. Sus expediciones solían ir acompañadas de tambores, panderetas, cuernos y siwas, y cuando su tren entraba en el pueblo, los animales salían en estampida y defecaban, y los niños se desmandaban. El tío Aziz despedía un olor extraño y poco corriente, una mezcla de piel de animal y perfume, de resinas y especias, y otro olor más difícil de definir que a Yusuf le hacía pensar en el peligro. Solía vestir un kanzu ligero y vaporoso de algodón fino y un gorro de ganchillo en la coronilla. A juzgar por sus aires de gran señor y su actitud cortés e impasible, se habría dicho que era un hombre dando un paseo al atardecer o un feligrés camino de las plegarias vespertinas, en lugar de un mercader que había llegado allí abriéndose paso a través de matorrales de espino y nidos de víboras que escupían veneno. Incluso en medio del acaloramiento de la llegada, entre el caos y el desorden producido por el revoltijo de bultos y rodeado de porteadores cansados y ruidosos y mercaderes alertas y llenos de arañazos, el tío Aziz conseguía parecer tranquilo y a sus anchas. En aquella ocasión, había ido solo.
A Yusuf siempre le alegraban sus visitas. Su padre decía que suponían un honor para ellos, porque era un mercader muy rico y renombrado —tajiri mkubwa—, pero, aunque el honor siempre era bienvenido, había algo más. Cada vez que los visitaba el tío Aziz le regalaba, sin excepción, una moneda de diez annas. Lo único que tenía que hacer Yusuf era estar presente en el momento apropiado. El tío Aziz lo buscaba con la mirada, sonreía y le entregaba la moneda. El muchacho tenía la sensación de que debía devolver la sonrisa, pero no lo hacía porque intuía que ello podía volverse en su contra. La piel luminosa y el olor misterioso del tío Aziz lo embelesaban. Después de su marcha, el perfume persistía durante días.
Al tercer día, se hizo evidente que la visita del tío Aziz estaba llegando a su fin. En la cocina reinaba una actividad que no era la usual, y de ella se escapaban entremezclándose los inconfundibles aromas de un festín. Se freían especias dulces, se cocían a fuego lento salsa de coco, bollos esponjosos y coca de pan, se horneaban bizcochos y se hervía carne. Por si acaso su madre necesitaba ayuda para preparar los platos o quería una opinión sobre alguno de ellos, Yusuf procuró no alejarse demasiado de la casa en todo el día. Sabía que en estos asuntos ella valoraba mucho su opinión. También podía ocurrir que olvidase agitar una salsa o que se le pasara por alto el momento en que el aceite caliente alcanzaba aquel punto justo de temblor idóneo para echar las verduras. Era un arma de doble filo, pues si bien quería estar en disposición de no perder de vista la cocina, por nada del mundo deseaba que su madre advirtiera que estaba al acecho y ocioso. En ese caso, seguro que lo mandaba a hacer recados interminables, lo cual era malo de por sí, pero, además, correría el riesgo de no llegar a tiempo para despedirse del tío Aziz. La moneda de diez annas siempre cambiaba de mano en el momento de la partida, cuando el tío Aziz le ofrecía la suya para que la besara y, mientras Yusuf se inclinaba, le acariciaba la parte posterior de la cabeza y deslizaba la moneda en su mano con una desenvoltura bien practicada.
Por regla general, su padre no volvía del trabajo hasta pasado el mediodía. Yusuf imaginó que llevaría al tío a la casa, de modo que le quedaba mucho rato que matar. Su padre dirigía un hotel. Era el último de una serie de negocios con los que había intentado hacerse un nombre y una fortuna. En casa, cuando estaba de humor, contaba historias sobre otros proyectos que, en su opinión, no podían por menos que prosperar, pero que sonaban ridículos e hilarantes. Yusuf también lo oía quejarse de lo mal que le había ido en la vida y de que siempre que intentaba algo, le fallaba. El hotel, que consistía en un restaurante encima del cual había una habitación con cuatro camas limpias, se encontraba en la pequeña ciudad de Kawa, donde ellos vivían desde hacía más de cuatro años. Antes habían vivido en el sur, en otra ciudad pequeña situada en una región agrícola donde su padre regentaba una tienda. Yusuf recordaba una colina muy verde y las lejanas sombras de las montañas; y a un anciano que, sentado a la puerta de la tienda, bordaba gorros con hilo de seda. Se mudaron a Kawa porque esta ciudad prosperó gracias a que los alemanes la utilizaban como depósito mientras construían la línea de ferrocarril que llegaría a las tierras altas del interior. Pero este esplendor fue flor de un día, y ahora los trenes sólo se detenían para recoger madera y agua. En el viaje anterior, el tío Aziz había utilizado el ferrocarril hasta Kawa para luego dirigirse hacia el oeste a pie. Decía que para su siguiente expedición tenía previsto ir en tren hasta el final de la línea y luego seguir una de las rutas del noroeste o del nordeste. Aseguraba que en ambas direcciones aún era posible hacer buenos negocios. En ocasiones Yusuf oía decir a su padre que la ciudad entera estaba yéndose al infierno.
El tren de la costa partía a última hora de la tarde, y el muchacho imaginaba que su tío se marcharía en él. Algo en su actitud le decía que el tío Aziz iba camino de casa. Pero uno nunca podía fiarse de la gente y a lo mejor resultaba que cogía el tren que subía a las montañas, que salía a media tarde. Yusuf estaba preparado para cualquier alternativa. Su padre le había ordenado que fuese al hotel todas las tardes después de las plegarias del mediodía, para aprender el negocio y a valerse por sí mismo, según sus propias palabras, pero en realidad era para echar una mano a los dos jóvenes que ayudaban en la cocina y servían las mesas. El cocinero bebía y no paraba de mal decir, por no mencionar que, salvo a Yusuf, insultaba a cualquiera que estuviese al alcance de su vista. Apenas veía al muchacho se detenía en mitad de la maldición que estuviera soltando y se deshacía en sonrisas, pero él permanecía asustado y tembloroso en su presencia.
Aquel día Yusuf no fue al hotel ni rezó sus oraciones del mediodía, pues hacía un calor tan espantoso que no creía que a esa hora nadie fuera a tomarse la molestia de ir en su busca. Anduvo en cambio metido en rincones sombreados, como detrás del gallinero, en el patio trasero, hasta que los olores sofocantes y el polvo que se elevaban con las primeras horas de la tarde lo obligaron a salir de allí. Se escondió en el sombrío depósito de madera contiguo a la casa, un lugar en penumbra, de color rojo oscuro y con un tejado abovedado de paja, donde se ponía a escuchar a los lagartos que, siempre al acecho, se escabullían cautelosamente, y donde tenía un escondite seguro para las diez annas.
Como estaba acostumbrado a jugar solo, el silencio y la penumbra del depósito de madera no le parecían desconcertantes. A su padre no le gustaba que jugara lejos de casa. —Estamos rodeados de salvajes —decía—. Washenzi que no tienen fe en Dios y que adoran a los espíritus y a los demonios que viven en árboles y rocas. Lo que más les gusta es raptar niños pequeños y utilizarlos a su antojo. O te puedes encontrar con esos otros desaprensivos, holgazanes o hijos de holgazanes, que no te harán caso y dejarán que los perros salvajes te devoren. Quédate por aquí cerca, y así podremos vigilarte. Su padre prefería que jugara con los hijos del tendero indio que vivía en la vecindad, pero cuando Yusuf trataba de acercarse a ellos, le arrojaban piedras y lo insultaban. «Golo, golo», cantaban a la vez que escupían en su dirección. En ocasiones se juntaba con los grupos de muchachos que se reunían bajo las sombras de los árboles y al abrigo de las casas. Le gustaba la compañía de estos muchachos mayores que él porque siempre estaban contando chistes y riendo. Sus padres eran vibarua, jornaleros que trabajaban para los alemanes en las cuadrillas de la cabeza de la línea de ferrocarril que se estaba construyendo; también se desempeñaban como porteadores de los viajeros y mercaderes. Sólo se les pagaba por el trabajo que hacían, y a veces no había trabajo. Yusuf les había oído decir que los alemanes colgaban a los obreros que no trabajaban duro. Si eran demasiado jóvenes para ser colgados, les arrancaban los testículos. Los alemanes no se amilanaban ante nada. Hacían lo que querían y nadie podía detenerlos. Uno de los chicos contó que su padre había visto a un alemán meter la mano en el fuego sin quemarse, igual que un fantasma.
Sus padres, los vibarua, procedían de todas partes, de las tierras altas de Usambara, al norte de Kawa, de los fabulosos lagos al oeste de las tierras altas, de las sabanas del sur arrasadas por la guerra y, muchos, de la costa. Se reían de sus padres, se burlaban de las canciones que entonaban en las horas de trabajo y comparaban historias sobre lo mal que olían cuando llegaban a casa. Se inventaban nombres para los lugares de donde procedían; eran nombres divertidos y groseros que utilizaban para insultarse y mofarse entre ellos. En ocasiones se peleaban, se arrojaban al suelo y se daban patadas, haciéndose daño. Los muchachos mayores, si podían, encontraban trabajo como sirvientes o recaderos, pero la mayoría se dedicaba a holgazanear y vagabundear a la espera de crecer para realizar el trabajo de los hombres. Cuando se lo permitían, Yusuf se unía al grupo, escuchaba sus conversaciones y hacía recados para ellos.
Mataban el tiempo chismorreando o jugando a cartas. Fue estando con ellos cuando Yusuf oyó por primera vez que los bebés vivían en los penes. Cuando un hombre quería un niño, metía el bebé dentro de la barriga de una mujer, donde había más espacio para que se desarrollara. No fue el único en considerar esta historia increíble y, a medida que la discusión se fue acalorando, los muchachos empezaron a sacar sus penes y a medirlos. Los bebés pronto quedaron olvidados y los penes cobraron interés por sí mismos. Los chicos mayores se sentían orgullosos de exhibirse y obligaban a los más jóvenes a poner al descubierto sus pequeños abdallas, para reírse de ellos.
A veces jugaban a kipande. Yusuf era demasiado pequeño para tener siquiera la oportunidad de batear, puesto que la edad y la fuerza determinaban el orden para ello; sin embargo, cuando se lo permitían, se unía al grupo de jugadores que no bateaban y que corrían frenéticamente por el polvoriento espacio abierto tras un trozo de madera que volaba por los aires. En una oportunidad
su padre lo vio correr por las calles con una pandilla histérica de niños que iban tras un kipande. Después de lanzarle una dura mirada de reprobación, le dio una bofetada y lo mandó a casa.
Yusuf se fabricó su propio kipande y cambió el juego para poder practicarlo en solitario. La adaptación consistió en que él era también todos los demás jugadores, lo cual tenía la ventaja de que podía batear tanto como le apeteciera. Recorría arriba y abajo la calle en que vivía gritando con excitación y tratando de coger un kipande que acababa de lanzar tan alto como podía a fin de tener tiempo para alcanzarlo.
Traducción del inglés de Sofía Noguera Mendía