Opinión

Machado, contado por los dedos

10 octubre, 1999 02:00

El Café de las Salesas estaba en la plaza de las Salesas, frente a la iglesia y los juzgados. Era, por lo tanto, un café de letrados y beatas, dos gremios tristes y sombríos que hacían del café una gran sacristía de catedral. Alguien vió a don Antonio Machado, alguna vez, álguienes le vieron en aquel café apartado. Estaba el poeta sentado y solo, quizá haciendo versos, pues contaba las sílabas por los dedos.

Gómez de la Serna dijo una vez, explicando su madrileñismo:

-No quiero tener nada que ver con la palabra Salesas.

¿Por qué, cuando estaba en Madrid, se refugiaba don Antonio en un café apartadizo, lejos de la Puerta del Sol, donde estaban sus amigos, sus admiradores y su hermano Manolo?

Quizá esperaba dama de verso y la esperaba haciendo más versos (por los dedos). Machado era así, casi el único, por entonces, que tenía la música de Rubén, porque “Dios le daba cuerda”, pero su humildad, la falta de fe en sí mismo le llevaba a contar mediante los dedos, por si el oído le engañaba. En esta sencillez escolar del mayor poeta de España, de las dos Españas, estaba su grandeza humana. Lo de las dos Españas me lo recordaba una vez Luis Ponce de León, buen prosista de la Falange, discípulo de Juan Aparicio:

-Pobre Machado, pobre Machado... Los rojos no sabéis decir otra cosa, coño, pero lo cierto es que no hubo ningún preboste de la República que se llevase a Machado en su cochazo; tuvo que irse con su madre enferma a pasar la frontera, en la caravana de las alpargatas.

Y lo malo es que Luis tenía razón. Ha muerto hace poco, olvidado, en una residencia de ancianos de Alicante. Llegaba o no llegaba al café Pilar de Valderrama, Guiomar u otra. O no llegaba nadie. Su infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, la tierra donde florece el limonero. La vocación castellana de Machado es uno de los misterios poéticos más atractivos de nuestra literatura. Aparte azares administrativos, Machado vuelve periódicamente a Soria y Segovia como las cigöeñas:

Ya habrá cigöeñas al sol, / mirando la tarde roja / entre Moncayo y Urbión.

Dionisio Ridruejo, en su enfermiza calle de Ibiza (dicen que la enferman los vahos del hospital), me recitaba estos tres versos de Machado, pura piedra y pura luz. Miel del Moncayo y turbión del Urbión. Suena juanramoniano, pero de un Juan Ramón de tabaco negro. Machado consigue estos apuntes después de mirar mucho a Castilla. Y contando por los dedos, no se le escape alguna sílaba. “El hacer bien las cosas/importa más que hacerlas”.
Machado, despacito y buena letra. La citada no llega, no acaba de llegar. Pero eso también está aclarado: “El que la amada no exista no prueba nada en contra del poema”. Los periodistas espían al provinciano genial y solitario, como detectives del amor (ya se hacía prensa del corazón). Machado no se quita el sombrero de piedra, como para que no se le vuele el pájaro de la idea, del poema. Machado no se quita la bufanda gorda, de profesor que además fuese pastor. Machado no se quita el abrigo de cinco inviernos.

Sólo le asoman por abajo las botas de provinciano. Y, por arriba, el brillo de unas gafitas de zapatero remendón, en cuyos cristales chispea de pronto la rima. Machado iba a hacer socialismo a las Casas del Pueblo, pero nunca se privaba de decir eso de “la luna morada”. El modernismo de su amigo Rubén todavía le coloreaba por debajo de lo pardo de Castilla. ¿Por qué Castilla?, nos hemos preguntado antes. A veces los tribunales de oposiciones aciertan mágicamente, cruza por ellos el ángel de la burocracia. Machado tenía que ir a Soria y Segovia a enseñar francés, que nadie iba a aprender (una disculpa) para darles voz a los serrijones y las cigöeñas. Cela durmió una noche en la pensión de Machado, en Segovia, y todavía lo cuenta con clamorosa sencillez que nos arranca unas lágrimas estéticas. Machado en las Casas del Pueblo. La República en huída, olvidándose de Machado.

Jorge Guillén depura y espejea Castilla: “Cima de la delicia, todo en el aire es pájaro”. O bien: “Cuando el agua duramente verde, niega sus peces”. Estamos ya en las vanguardias, en la imagen insolente, como ese adverbio referido al agua. Pero Machado canta todavía en modernista humilde que no renuncia a su copla andaluza, sencilla, machihembrada de castellanidad. El Café de las Salesas se va quedando solo. Los letrados mueven sus ropones como deanes de una Justicia que ya duerme, a esas horas. Las beatas se van dejando un taconeo breve con huellas como crucifijos en la piedra con barro.

Machado, quizá, ha empezado otro poema. El amor sabe esperar. Hasta los periodistas detectives se han ido. Suenan las campanas en las Salesas, su bronce prolongado. Suena una radio taurina en el traspatio del café. Andalucía persigue al poeta. Un amigo sablista, un tal Mairena, estuvo a media tarde a pedirle cinco duros y dejarle un poema:

Dicen que un hombre no es hombre / hasta que no oye su nombre/ de labios de una mujer./ Puede ser.

Tiene talento este Mairena, piensa Machado. Lástima que no trabaje más y viva del sable. Abel Martín le llevó por malos caminos filosóficos y no ha vuelto.

Gracias, Petenera mía ,/ en tus ojos me he perdido. / Era lo que yo quería.

No es justo humillar a un poeta así, Mairena, pagándole un café con media. ¿Mairena, Antonio, Manuel? Alguien explicó que, cuando dos personas se aman mucho, llegan a constituir un solo ángel en el cielo. Cuando dos hermanos se parecen tanto, llegan a constituir un solo poeta. No me gustan las disquisiciones sobre Antonio y Manuel. En muchos poemas son un mismo y solo poeta. Sólo cambia el paisaje, el paleolítico feudal de Soria, el fragor torero de la calle Sevilla.

Gracias, Petenera mía. Pero Petenera no llega. Guiomar tampoco. Las amantes con marido viven encerradas en la copla como en una jaula, les cuesta escapar. Oír el propio nombre de labios de una mujer. Puede ser. Pero esta tarde, esta noche no le ha sido dado a don Antonio.

Mas él espera algo, siempre espera. Incluso en París, donde no conocía a nadie, se estaba en el café esperando a alguien, algo. A Castilla hay que esperarla varios siglos, bajo un olmo viejo, hasta que vuelve del Romancero y se le puede hacer un verso. Nadie se llevó a Machado y a su madre a la frontera de Francia. Leonor no había existido. La República tampoco. No quisieron que existiera. Machado espera a Pilar. El único pecado de la adúltera es la tardanza.