Opinión

Unamuno en el Prado

Los Alucinados

7 noviembre, 1999 01:00

Unamuno contra lo que luchaba era contra su catolicismo ortodoxo, nunca fue otra cosa que eso, pero había como un dandismo espiritual en vestir de protestante vasco y rendirse al Cristo hegeliano de Velázquez.

Don Miguel de Unamuno no servía para Bilbao porque Bilbao es una ciudad industrial cuyo protagonismo urbano lo tiene la ría. Y Unamuno nunca pudo vencer a la ría en protagonismo. Don Miguel tampoco servía para Madrid porque Madrid es una gran concentración de unamunos, de protagonistas anónimos, de ambiciosos, de únicos.

Unamuno sólo servía para Salamanca, que le dió una cátedra de griego (sin saber mucho griego) y que era una ciudad culta, universitaria, pero sin la pululación de genios que desbordaba Madrid. Y esta es la razón de que Unamuno no salga nunca de Salamanca, donde tiene un protagonismo absoluto entre los profesores de latín, o de teología, y los poetas provincianos. Don Miguel, cuando viene a Madrid, visita en seguida el Prado, y concretamente el Cristo de Velázquez, ante el que se arrodilla y reza como si fuera un Cristo de Iglesia, santificado.

Hasta que escribe su largo poema a ese Cristo, que ha quedado para siempre, pero del que algunos críticos dicen que es un poema con muchas zonas conceptuosas y conceptuales, con poco lirismo y sin ningún oído. Unamuno tenía un oído de piedra para la poesía, pero le meten en las antologías. Uno cree que Unamuno, en realidad, iba al Prado a confesarse con el Cristo pintado. Los memoriones del Opus dicen que ese Cristo -lienzo y poema- es hegeliano, porque la melena y las sombras parten el rostro y la figura en dos.

Y he aquí a Velázquez como inspirado en un Hegel que aún no había nacido, pero Hegel es el demonio y el demonio vive, a temporadas, en el Museo del Prado, ahora que el infierno "no es un lugar", como ha dicho el Papa.

Después de sus confidencias con el Cristo, don Miguel se iba a la tertulia del Ateneo -la única que frecuentaba de Madrid- y allí engallaba mucho la voz de gallo frente a los genios auténticos de España -Valle Inclán, don Manuel, Ramón- que apenas escuchaban al provinciano. Unamuno tenía un hijo estudiando medicina en Madrid y por eso colaboraba mucho en la prensa madrileña, no por razones intelectuales, patrióticas o retóricas, como se ha dicho.

A fin de mes venía a cobrar sus colaboraciones, gritaba un poco en todas las redacciones y le dejaba ese dinero a su hijo para pagar la pensión. Grande e higiénico paseante, don Miguel recorría con sus zapatones medio Madrid, siempre deprisa y hablando solo, tomando notas de lo que ve, y así hace ensayos y artículos sobre la capital, como el que dedica a una fuente fea y seca que hay en Hortaleza, esquina a lo que fuera el Teatro Martín, teatro de percantas y coristas donde, andando los siglos, estrenamos una pieza Cándido, Vicent y yo, con brillante fracaso de crítica y público.

Menos mal que las actrices eran bellas y regalonas. Aquel Madrid no tenía humos ni contaminación, de modo que don Miguel era un tranvía humano sin paradas y conocía la ciudad mejor que muchos madrileñistas. En una novela le saco confesando a mi abuelo moribundo en Madrid. Mi abuelo o bisabuelo era muy laico y sólo consentía que le confesase Unamuno, así como el rector sólo se confesaba con el Cristo de Velázquez.

En tiempos de procela histórica y política, Unamuno venía a Madrid para hablar en las plazas de toros, y las llenaba. A las mujeres les gustaba mucho el portante del vasco, pero él ni se enteraba de eso. Era casto como un cuáquero. Donde más triunfó nuestro primer filósofo fue en las plazas de toros, y donde más triunfó nuestro filósofo de verdad -Ortega- fue entre toreros, como cuando su amigo Domingo Ortega explica la conferencia del maestro:
-Bah. Lo de hoy, regular. Se ha metido con Kant.

Unamuno es un pensador lírico y subjetivo como Kierkegaard, pues tiene mucho más del protestantismo agonal de Kierkegaard que del viejo catolicismo español, que sólo es una sacristía de catedral. La diferencia está en que Süren Kierkegaard escribe mucho mejor que Unamuno, es más sutil de pensamiento y tiene una novia abandonada, Regina Olsen, que perfuma el libro de resignación y ausencia.

Kierkegaard, pese a sus defectos físicos, fue un dandy de su época. En mis días felices en Argüelles, años sesenta, con el dinero de mi primer premio literario, me compré El concepto de la angustia, que me fascinó, y del que todavía recuerdo esta frase, que puse como lema de una novela mía: "La angustia es el vértigo de la libertad". Pero Unamuno no tenía angustia ni necesitaba más libertad que la de su rendida Salamanca, "académica palanca", como rimó espantosamente una vez. Quiso ser el Kierkegaard de Salamanca y hay una cierta usura literaria en citar poco al nórdico, con lo mucho que le debía.

En la primera dictadura, la de Primo, Unamuno tuvo todo el protagonismo necesario, sólo competido por Valle Inclán, que incitaba las ansias literarias del dictador. Unamuno estuvo preso en Chafarinas con don Paco Cossío, el gran articulista y memorialista. Lo ha contado mucho mejor Cossío que Unamuno.

En la segunda y gloriosa dictadura de Franco, Unamuno fue el adversario a favor, durante la guerra, y moriría prisionero en su casa, de un ataque cerebral, cuyo precedente está en otro muy lejano que tuvo en San Sebastián, paseando con Azorín, y del que salió ileso. Unamuno contra lo que luchaba era contra su catolicismo ortodoxo, nunca fue otra cosa que eso, pero había como un dandismo espiritual en vestir de protestante vasco y rendirse al Cristo hegeliano de Velázquez, en el Prado de Madrid.

No estaba con Millán Astray, pero sí con Franco, y Pablo Serrano le hizo una escultura sencillamente grandiosa, entre búho y gran murciélago del saber, estatua que no recuerdo ahora dónde está. He viajado bastante a Salamanca y no he encontrado a Unamuno ni siquiera en su casa de rector, con gran balconaje y libros ya excesivamente clasificados. A Unamuno me lo encuentro más en Madrid, el Prado, el Ateneo, los viejos periódicos, como un provinciano que viene a pasear su prestigio por la Corte.

Nunca fue simpático. Jugó a un antipatiquismo brillante y acertó a veces. No es poeta ni novelista ni creador ni filósofo sistemático. Es un ensayista, un pensador no convencional, lleno de ideas y contraideas. Sólo la genialidad le salvó de ser el señor más culto del Casino de Salamanca.