Opinión

Neruda, el 27 americano

Los Alucinados

20 febrero, 2000 01:00

Neruda se metaforiza en todo lo creado por la naturaleza y por el hombre: la llave de tuercas, el reloj parado, los trenes dormidos, los ríos que llevan muertos

La revolución poética de Pablo Neruda consiste en que, por primera vez, el poeta va de las cosas a los sentimientos, y no de los sentimientos a las cosas, como los clásicos. Cuando un poeta clásico -aunque sea de ahora mismo- principia cantando la rosa, ya sabemos que más que en la rosa está pensando en su amada o en su alma. Neruda, por el contrario, empieza por inmiscuirse en una enumeración caótica de cosas, de las cuales emergerá tardíamente el poeta como el sonámbulo o el clochard de todo ese mundo lóbrego.

No puede decirse que Neruda sea un poeta sin intimidad, sino que, como buen marxista nato -de mucho antes de conocer a Marx- sabe que las cosas son anteriores al hombre y sólo al final hace emerger un hombre en el poema, con lo que el material enumerado -herramientas, esponjas, cirios- viene a ser metáfora de un alma abrumada y adumbrada. Neruda llega a España coincidiendo con la herborización del 27, y deja atrás su modernismo austral y salvaje (salvaje hubiera sido para Rubén), por hacerse surrealista en Madrid, por la fuerte influencia gongorino/surrealista del grupo que le acoge. Después se traslada a Asia, como poeta/diplomático (todos los americanos lo son), y en la soledad de la India escribe su memorable Residencia en la tierra, que luego hizo mal en mezclar con otras Residencias, creando confusión bibliográfica. Residencia en la tierra es un libro único en el surrealismo y único en la poesía en castellano. Pero no único a la manera hostil de algunas obras maestras, sino único y repartido, influyente, creador de una nueva manera de adjetivar, de mirar el mundo, de hablar de uno mismo mediante un romanticismo de taller abandonado que poco tiene que ver con arpas y arpegios.

"Como cenizas, como mares poblándose,
en la sumergida lentitud, en lo informe..."

Neruda, como su primer maestro, Whitman, descubre el valor de las cosas en sí, aprende la mirada de las cosas, el mirar las cosas que nos miran, y eso es la fenomenología, inesperado punto de partida para los poetas del XX, que dejan, los mejores, de hablar incesante y cotorreramente de sí mismos. Rimbaud es un precursor en eso, y Dylan Thomas otro. Pero Neruda lo lleva más lejos que nadie y nos enseña que hablar del mundo circundante, desde la tabla de lavar al cuchillo de cocina, es hablar de lo más profundo de uno mismo, que suele estar muy a flor de alma.

Juan Ramón Jiménez, que tanto se cabrearía con Neruda, sólo por existir, le llama "gran mal poeta", pero en el fondo está haciendo lo mismo. JRJ habla siempre de sí, metaforizándose en una santísima trinidad: la flor, el pájaro, la hoja. Neruda se metaforiza en todo lo creado por la naturaleza y por el hombre: la llave de tuercas, el reloj parado, los trenes dormidos, los ríos que llevan muertos, la ropa de las sastrerías, el agua con ceniza, la flor de mármol de las losas. De todo esto resulta, naturalmente, una obra que ya desborda el simbolismo juanramoniano para entrar en pleno siglo XX.

Así, Neruda puede volver del surrealismo teniendo ya el secreto de las cosas, y de las palabras, que también son cosas, y se hace comunista, no sólo por el sentido de la justicia, sino porque el comunismo es una ideología que se explica con las cosas -la moneda, el pico y la pala, las botas, la cerveza, el fusil, el hijo- y entonces la entiende muy bien. Eso él lo puede cantar y defender. Lo que no habría podido es cantar a Marx con dignidad literaria, y cuando lo hizo con Lenin habla más de un burgués revolucionario que de un mito. Neruda no es poeta de mitos, sino que necesita temporalizar las cosas para entenderlas. Y así es como llegaría en su Canto general a hacer la épica de la lírica, o a la inversa, no explicando revoluciones sino contando cosas, hombres, días.

Llegado a esa summa grandiosa de las Odas elementales, nos explica sin ningún didactismo que cada cosa o animal tiene su sitio en la creación, desde el erizo al serrucho. Libro que hubiera fascinado a Marx, pues supone un ordenamiento lírico y práctico del mundo que explica cómo todo se ha hecho a sí mismo, y lo explica sin ninguna pedagogía, sino ordenando los nombres según el hallazgo de cada hora. Es lamentable cómo nuestros poetas sociales de los años 40/50 trataron de hacer poesía del trabajo y la realidad sin encontrar la fórmula, cuando la tenían ahí a mano, en Pablo Neruda, al que tampoco era necesario copiar literalmente, claro.

Todo esto nos permite releer a Neruda como lo más rico y variado que ha dado el XX en castellano (recordemos Barcarola). En la adolescencia compré en Valladolid, como otros libros que he contado aquí, la Residencia de Neruda, también a veinte duros, que eran los únicos que tenía. Hoy no dudo en afirmar que, con Quevedo y Ramón, es el escritor que más me ha enriquecido y abundado en toda mi vida. (él a su vez confiesa que viene de Quevedo).

Así, la poesía del siglo XX ha sido poesía de las cosas, mirada al mundo, poema de lo vivo cercano, hasta que del poema surge el propio yo, inesperado y metaforizado. Y si no surge, tampoco hace falta. Algo de esto hay en Eliot y Pound. Juan Ramón lo descubre y lo intenta en Nueva York. No ya el juego surrealista sino el esperar que las cosas nos miren a los ojos, y no digamos el pez o el reno, el gato o la cabra.

El poeta nerudiano no se asoma al mundo, sino que espera a que el mundo se asome a él, y entonces escribe. Ya hemos dado los nombres de los protagonistas de esta nueva aventura lírica y conocedora. Después de ellos no se ha inventado nada. Todavía los prosistas norteamericanos, desde Ford a Bergman, utilizan y esperan esa mirada de las cosas para ponerse a escribir. Así hemos acabado de una sola vez con el laberinto surrealista y con el espiritualismo clasicista. Seguramente el científico también espera a que la célula le mire. Es el único descubrimiento posible. "Cómo se nota que las piedras han tocado el tiempo". Pues eso.