Opinión

César, perdido y encontrado

Los Alucinados

5 abril, 2000 02:00

César vendía papel y todo empresario quería un artículo suyo. La clave está, estaba, en que él no hablaba de política, sino de la vida, y eso es lo que quería la gente

Llegaba por las mañanas a Teide, entre nueve y diez, en un taxi, dejaba sobre la mesita la pitillera de oro, firmada por Alfonso XIII, y las cerillas de cocina, tosía "lo reglamentario" y se sentaba a escribir, envuelto en franelas cálidas, "cesarísimo", como le viera Manolo.

Sotanillo de Teide, Recoletos, César escribía bajo una ventana, bajo los millones de pies de Madrid que le pasaban presurosos por encima, mientras él, con pausa, hacía el poema en prosa de esa prisa. En mesas contiguas, escritores nuevos, como Meliano Peraile o algún recental de provincias. Hacia mediodía, en las mesas de al lado, la tertulia de Sáinz de Robles y Tomás Borrás, más otros que no recuerdo, todos muy afines a César en generación y sentido de la literatura:

-He salido de casa con prisa, me he tirado de la cama como un bombero y, como no encontraba otra cosa, le he robado las cerillas a la cocinera.

Le daba vueltas al "Abc", o traía una página ya doblada, que era el tema del artículo. Traía los folios dentro del periódico. Era todo su aparato de escritor. Las gafas ligeras, la pluma fuente, clásica, el cigarrillo egipcio que un botones le traía del Casino, los puños fuera, desmesurados, las manos anilladas, las uñas lacadas, la letra bellísima, urgente, personal y clara. Es la imagen de escritor más completa que me ha dado la vida. Yo me sentaba a su mesa, enfrente. Le traía algún libro suyo, viejo, para que me lo firmase:

-¿Dónde ha encontrado usted esto, Umbral?
-Lo tengo hace mucho tiempo.
-Qué cosas ha hecho uno en esta vida. Qué cosas ha tenido que hacer.

Y me firmaba generosamente el libro. Un poco de charla, otro café cargado y a por el segundo artículo del día. Una elegancia así como usada y una fe ciega en la literatura, fe o vocación, es lo mismo, disfrazada de necesidad económica. Mañanas de los sesenta, Umbral sin empleo y César tardío y sabiendo confusamente, poéticamente, que se iba a morir. Antes de los 65 años, Señor. Ya soy un poco más viejo que él. Me produce tanta ternura como un padre. Y él me dio la clave del artículo, que hoy dicen columna, el secreto de la literatura, lo que me ha permitido ganarme la vida toda la vida.

-En una columna sólo cabe una idea, Umbral. No se le ocurra mezclarla con otra, y menos si son de distintas familias. El artículo es una morcilla que tiene que estar bien atada por el principio y el final. Por en medio mete usted lo que quiera.

Acababa de sacar Caliente Madrid, uno de sus libros más bellos, en Afrodisio Aguado, y se lo llevé para que me lo firmara. Tenía una fe convencional en mí, porque no me había leído, pero era generoso, derrochador de amistad detrás de su bigote de maestro de esgrima.

César, Cesarísimo. Cuánto le hemos querido quienes le hemos querido. Después de muerto me dieron el premio con su nombre, claro. Y publiqué un libro sobre él, que no es fácil anécdota, sino sentido y buen sentido sobre lo que hacía: La escritura perpetua.

No ha vuelto a haber un periodismo tan literario, una literatura tan periodística, en la prensa de Madrid. Tenía millones de lectores en toda España. Enterramos juntos a Ramón Gómez de la Serna, en la Sacramental de San Justo, encima de Larra, con música inopinada de Agustín Lara, su Madrid, Madrid, Madrid. Yo salía de su amistad, de su tertulia, de su presencia, encendido de literatura, dispuesto a incendiar Madrid, cuando no tenía para pagar la pensión, los amigos no me conocían y las mujeres me engañaban clamorosamente. En César tenía un padre y un maestro y por eso madrugaba para bajar en tranvía hasta Teide y absorber mi necesaria dosis de Ruano. Y todavía hay quien me pregunta por qué le quiero. Estuve en su casa la noche que murió. Había mandado que le tendiesen en el suelo, como a los reyes antiguos. Era todo él de plata blanda y falsa, pero muy acuñado. Recordaba yo sus cosas: "El artículo es el soneto del periodismo", "el artículo no puede ser la prosa desmedulada que denunciaba Unamuno, el artículo requiere un eje, un sentido que centre lo divagatorio". Me fui de la casa en un taxi con diez periodistas. Todos hacían bromas como en una boda. Ninguno estaba en la sensibilidad literaria de César y el cesarismo.

Aquellas mis primeras y hambrientas mañanas madrileñas, a la sombra cipresal de César, viéndole escribir sin duda. "Si el sol dudase un momento se apagaría", William Blake. Creo que aprendí a escribir sin dudar un momento, a no apagarme, gracias a él y gracias al hambre. No le interesaba nada la España franquista. Volvía siempre a la España del 98, la del 27 o su Madrid bohemio de La novela del Sábado, tan plagiado.

A la combinación de chaqueta y pantalón dispares, cogidos al azar en el armario, lo llamaba "el conjunto González-Ruano". Creía que su dandismo podría con todo, y tenía razón. Escribía entonces en "Abc" por la mañana e "Informaciones" por la tarde. No había entonces estas guerras cantonalistas de periódicos que disfrutamos ahora. Teníamos más democracia periodística en los sesenta. César vendía papel y todo empresario quería un artículo suyo. La clave está, estaba, en que él no hablaba de política, sino de la vida, bajaba a la calle (escribía en los cafés), y eso es lo que quería la gente, mejor que el último discurso de Girón.

Me enseñó que no hay que escribir de temas políticos ni literarios, sino utilizar el reclamo de lo popular (Lola Flores, entonces), para decir luego uno lo que le dé la gana. Una foto suya, penúltima y estilizada, ilustra mi rincón de escritor. Qué risa le hubieran dado todos los articulistas ideológicos, costumbristas o políticos del 2000. El artículo, ese género urgente e impar, murió con él. Al entierro fui con Gerardo Diego, en un taxi.