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Opinión

CJC

Los Alucinados

21 junio, 2000 02:00

Camilo José Cela, por Grau Santos

Cada novelista tiene su clase social, así Víctor Hugo los miserables, Galdós los burócratas y Cela las clases medias españolas de derechas, con su resignación y su religión, con su decoro zurcido y sus principios, ya tan fatigados y violados

La primera novela de CJC, el Pascual Duarte, quiere ser el contrapunto de la España imperial y melodiosa que difundía la propaganda oficial. Cela lo dijo una vez:

-Cuando en un sitio huele a algo, la solución no es oler más fuerte sino oler a otra cosa.

ésta es la primera preocupación de su libro: aportar un golpe de viento y de olor salvaje que se llevase por delante todo el empalago de la colonia familiar de los vencedores. Había que dar la otra España, la profunda, la sufriente, la que se quejaba en silencio más abajo de la guerra y de la muerte. Y había, sobre todo, que distinguirse con una voz personal, que es la única forma de hacerse un sitio en la literatura, por fuera de los críticos y los funcionarios ilustrados.

Así, logrado el efecto pasmoso del Pascual Duarte, Cela, cuando todos le imitan e instauran el famoso "tremendismo", se da a arranques líricos como Pabellón de reposo o Mrs. Cadwell, porque este escritor se ha pasado la vida zigzagueando, ensayando, evitando el manierismo de una novela igual a la anterior. La Colmena tiene aún más fuerza social que el Pascual Duarte, porque primero había un caso aislado, cerrado, una tragedia de pueblo de España, atroz y minutísima, pero luego se nos cuenta la orestiada de Madrid, el dramatismo de la capital, sin levantar nunca la voz ni el llanto, con una suerte de indiferencia, de cruel imparcialidad que no es sino sabiduría de gran escritor: su caso no importa, importa el de todos los demás. Tampoco desciende Cela, en La Colmena, a los fondos revueltos y fatales de la pura miseria, sino que lo suyo es la clase media baja, y ahí, en el doliente sentir silencioso, en la heroica y amanerada resignación, en la pudorosa manera de sufrir y disimular, encuentra él sutilísimos matices del alma humana, primores de la conciencia, de la muerte, de la fidelidad y la infidelidad, del comer y el pasar hambre, del contar y el callar.

Cada novelista a lo ancho tiene su clase social, así Víctor Hugo los miserables, Galdós los burócratas y Cela las clases medias españolas de derechas, con su resignación y su religión, con su decoro zurcido y sus principios, ya tan fatigados y violados. Creemos que en ese clima ha dado sus mejores conciertos de violín amargo de café.
De modo que Cela es el primer novelista de la posguerra, por precocidad y por calidad, y además lo es en el otro sentido de la expresión: porque sus mundos rezuman posguerra y es el cronista inspirado de un Madrid y de una España donde había un repostero de Victoria y todo lo demás era humildad cristiana o humildad sencillamente, que es aún más conmovedor.

Nos limitamos aquí al Cela de posguerra, por cómo llenó él un tiempo baldío y por cómo lo expresó, dejando que el dolor y la muerte sean sólo un ambiente, procurando no romper con gritos desgarrados la grisalla social de aquellos años. Hay en esta contención una sabiduría de escritor que es primero sabiduría humana, templanza ante los tiempos y laconismo del artista, que las cosas no se arreglan poniéndole al mal Cristo mucha sangre.
Reiniciando otra tradición de la literatura española, la masacrada en la guerra, Cela vuelve al libro de viajes, a la crónica de España "escrita con los pies", digamos sin ánimo de chiste, es decir, a los caminos realmente "fatigados", como escribe Borges plagiando a Quevedo: "Fatigué de Alemania su gran río". Es decir, Viaje a la Alcarria, un recorrido corto y cercano, bello y áspero, rudo y primoroso.

El libro de viajes es uno de los géneros más felices de Cela, y donde el autor deja correr su sabiduría, su ciencia de las cosas, sin alarde erudito sino con naturalidad y gracia, más un inmenso amor por España que no se confiesa nunca y se sugiere siempre. Judíos, moros y cristianos es el gran libro de Cela en este género. Iba a ser primero una guía de Castilla la Vieja, que el editor no supo entender a tiempo, con lo que el autor quedaría libre de hacer catálogos y de darse a la pura, alegre, feraz y contenta literatura. Pero si Judíos, moros y cristianos es lo mejor, el Viaje a la Alcarria es lo primero, lo más lozano y vivo.

CJC cuenta ahí a los españoles de posguerra que existe un edén modesto y campesino, poético y labriego, a cuatro pasos de Madrid, un paraíso de tren de cercanías, la Alcarria, un cielo de miel y buhoneros, tejido de abejas y conversado de niños huérfanos -¿la guerra?- e hidalgos muy levantados y mendicantes.

Cela, ese gran barroco, sabe ahilarse en la sencillez de un relato como este viaje, donde todo es insignificante, ni siquiera digno de ser contado, pero que lo cuenta Cela y ya perfuma como el Valle de Josafat de unos raros boticarios de pueblo y unas señoritas de posada con el alma a contraluz.

El poeta de Pisando la dudosa luz de día, o sea Cela, ya había probado su don para la metáfora con un libro de versos, pero aquí la metáfora se hace sencilla, abandona el surrealismo y llega a audacias como comparar un jardín en olvido con un bailarín cansado. Cela fue toda la posguerra, sin que haya que restringirle a aquellos años, pues la actualidad siempre le toca un hombro, pero nadie como él le puso argumento a unas vidas vencidas que no lo tenían. Novela rural, novela urbana, viaje literario. Tres géneros con los que arranca la carrera de un Nobel, tres penetrales para ahondar en la realidad y el pasado de un pueblo que yacía aterido de guerra. Cela es el narrador de los cuarenta, aparte otras muchas cosas, el que primero levantó la piel del muerto para ver España dormida a la sombra de un dios.