Image: José Hierro, melancolía

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Opinión

José Hierro, melancolía

28 junio, 2000 02:00

Pepe se sienta en un bar, pide un orujo y sobre él descienden catedrales de música, coros sin Dios, poetas, sin que por eso deje de oírse la conversación de los camioneros, que beben del mismo orujo

José Hierro en la poesía, como Cela en la prosa, supone la recuperación de la línea literaria española del siglo, el empalme con lo anterior por encima de una guerra y una hermética posguerra. La poesía de Hierro debiera ser “social”, cronológicamente, pero sólo es social “además”. Algunos críticos y poetas no entendieron nunca que Hierro estaba haciendo algo más profundo que denunciar el estraperlo o la cárcel en alguna revista sin lectores y sin consecuencias. JH estaba salvando un dibujo lírico que viene de las jarchas árabes, del eneasílabo medieval, del Romanticismo, del 98 y del 27, pasando todo ello por Juan Ramón Jiménez.

Pero Hierro, a quien acuden muertos y cárceles, divide toda su poesía en “alucinaciones” y “reportajes”. En las alucinaciones libera la palabra con toda su ala de belleza y luz, de conquistada verdad panteísta o cotidiana. En los “reportajes” cuenta en verso -verso con una prosa de cantada, al fondo- el caso de su madre que ya no ve al enhebrar la aguja, el caso del español anónimo muerto en inglés, el caso de la “mala gente que pasa cantando por los campos”, la quinta del 42, los casos que no necesita puntualizar ni enfatizar, sino que los deja dibujados en su música como hilando sobre cicatrices frescas. Y sobre todo ello, como un bulto de llanto, la melancolía cantábrica, porque el mundo entero es cantábrico y lluvioso.

Salen años cantábricos, llueve y llueve, y esa música húmeda es lo que queda de los libros de Hierro, hijo de una generación norteña y doliente: Carlos Salomón, Julio Maruri, Hidalgo, etc. Poetas que no se leyeron bastante entonces, porque no eran suficientemente “sociales” (cada escuela tiene su pedantería adjunta), ni se leen ahora, ya arqueológicos. José Hierro se muere con cada uno de ellos, pero sigue.

Por entonces, Blas de Otero era la vanguardia y el compromiso al mismo tiempo. Un bilbaíno de palabra brusca y azul, un Rimbaud unamuniano, una cosa rara. De modo que Hierro tendría que contrastarse también con la vanguardia (siempre hay una), él, que era mera y pura continuidad, gloriosa continuidad, sencillo poema en el que estaban salvados todos.

“Musa del Septentrión, Melancolía”. Le puso este verso de Amós de Escalante, como lema, a uno de sus primeros libros. Ya hemos visto pasar por aquí el pájaro apagado de la melancolía. El poeta se hace su cueva en el mar, con bandera de melancolía, y cuenta, con esa medida rabia, con esa contenida energía que es su personalidad, todo lo que no le pasa, la vida y el hombre que le quitaron entero, pero todo lo va reedificando en la albañilería de su palabra insistente, porque Pepe tiene manos de albañil, si ustedes se fijan. (No era de los nuestros, sí era de los nuestros). Madrileño septentrional que se escondió a la sombra del mar, como el perro de Dalí, y nos fue dando libros que eran lejanos a lo oficial y a la moda, a lo local y a lo imperial.

Pasaban los usos, pasaban las costumbres, pasaban las cosechas, los entierros, y José Hierro seguía quieto en su inquietud, latente, creador y solo, tan habitado empero de otras vidas. Aquella aula pequeña del Ateneo de Pérez Embid, aquellas lecturas de intención subversiva y condición casi provinciana. Hierro vio pasar por allí la poesía social -lo “social” era él-, y hasta guardó veinte años de silencio, o más, porque su palabra estaba dicha y hecha.

Hierro es como un clásico, como una estatua yacente que se pusiese a hablar, como hablan las suyas, como una conversación de ahora mismo que suena en la calle y suena a siglo XVII. En Hierro se encuentran, coinciden la armadura medieval y el suéter actual sobre la mesa de operaciones que dijo Lautreamont.

Quiere expresarse que el poeta nunca ha renunciado a un deje clásico/irónico que está incluso en su conversación, esa selva de oro bajo que hay en su mirada. Quiere decirse que Pepe se sienta en un bar, pide un orujo y sobre él descienden catedrales de música, coros sin Dios, poetas, sin que por eso deje de oírse la conversación de los camioneros de al lado, que beben del mismo orujo. Es tan poeta que ya sólo se mueve entre la prosa y la música, de modo que nos da al hombre Mozart al tiempo que al músico, al tiempo que la música. Siempre escribió con música la prosa y la pólvora de su vida.

Pepe es eterno, cosa que aún no han percibido sus contemporáneos. Pepe es más viejo que sus historiadores, con esa juventud que se cuenta por siglos resonantes, que es donde se oye la música. Acuden claustros y polifonías. Ya, ni la alucinación ni el reportaje. Sólo la música, como el sol en una vida, que la exalta y diluye al mismo tiempo. El sol es la memoria, la música es lo único que ocurre de verdad, lleva muchos siglos ocurriendo, desde Grecia a Bach.

Música y memoria de la música. El poeta escribe a lo ancho, pero lo que asciende es un hilo dormido de memoria. Hierro ha conquistado las extensiones ejemplares del mundo y de la música, él que siempre fue tigre del selvático mar. Se pasea en su último libro por claustros que se vienen con él, cangilones de sombra, cangilones de luz que acompañan su paso. Al fin España supo que tenía un ancho poeta, un Juan Ramón de Bach y nicotina, le escribieron honores en su puerta, le llamaron poeta y aquí está, adunado de generaciones, primero desde el principio, mientras perdíamos el tiempo con nombres y con fechas inventados para la ocasión. Mi monomanía de poeta tenía razón desde aquellos pequeños tomos de Afrodisio Aguado, reventones de música y de luz. Se han enterado hasta los reyes, que lo oyen todo. Los jóvenes están equivocándose por otro lado, como siempre, pero vende miles de ejemplares. “Qué haces mirando a las nubes, José Hierro”.