Opinión

La generacón de los 50

Los Alucinados

12 julio, 2000 02:00

Lo que caracteriza a la segunda generación de posguerra es una rebeldía contra el clasicismo de Galdós o el costumbrismo de Baroja, un apartamiento de los maestros inmediatamente anteriores y una orientación europeísta. Casi todos son de buena familia

La segunda generación de posguerra, o generación de los cincuenta, principia a despegarse del modelo social, e incluso del realismo. Se trata ya de los niños de la guerra, pero no de hombres que hicieran la guerra: Martín Santos, García Hortelano, Ignacio Aldecoa, Daniel Sueiro, Jorge Cela, Carlos Barral, Sánchez Ferlosio, Benet, etc. Martín Santos, con Tiempo de silencio, introduce ya en el realismo unos elementos intelectuales y mágicos que permiten anunciar una nueva novela y una nueva generación.

Tiempo de silencio fue el libro de culto durante unos años. Hoy está perfectamente olvidado, como es el destino de todo mito generacional. Juan García Hortelano, de ideología comunista, facturó bastantes novelas, todas de buena fortuna, pero sin llegar al libro de culto, como en el caso de Martín Santos. Ignacio Aldecoa, el más escritor de todos ellos, se especializa en el relato corto, influido por los norteamericanos, y en este género llega a ser un maestro y un renovador, pero el cuento no se vende en España (se vende en revistas y periódicos, pero no como libro), y al fin Aldecoa se decide a hacer unas cuantas novelas, alguna tan magistral, diferente y audaz como El fulgor y la sangre. En alguna de estas novelas el tempo lento del cuentista se hace evidente y pesa en la narración larga. En cualquier caso, Aldecoa es un maestro olvidado al que en vano hemos tratado algunos de galvanizar, como el crítico Miguel García-Posada.

Jorge Cela Trulock sigue siendo un maestro solitario del relato corto, aunque también ha escrito novelas. Esto del relato corto bien merecería un capítulo aparte dentro de este libro, pero ese capítulo ya lo estamos haciendo al hilo generacional.

Carlos Barral se aplica como poeta, bajo el beneficio de un invisible magisterio que gana por otros caminos. Finalmente, cuando escribe sus memorias, dado a la prosa, éstas gozan audiencia porque Barral resulta un memorialista muy veraz, pero la escritura de tan culto personaje no tiene (en castellano) la calidad que se esperaba de él. Sánchez Ferlosio, que en plena posguerra se singularizó para pocos con Alfanhuí, gana en los últimos 50 el Nadal con El Jarama, nuevo libro de culto, una suerte de neorrealismo ilustrado, algo así como una salida para el realismo socialista de los otros novelistas. Hoy El Jarama también es un libro olvidado, pero Ferlosio, escritor de raza, se orienta en dos direcciones: el periodismo de actualidad y denuncia, con gran altura, y la filosofía también de periódico, que parece ser su más celebrado género, por la originalidad, la cultura e incluso la gracia.

Y poco más. Juan Benet hace un intento de anglosajonizar la novela española, y eso cuaja en sus propios libros, pero no cala en el gremio nacional, tan cenceño.

Lo que caracteriza, pues, a la segunda generación de posguerra, es una rebeldía contra el clasicismo de Galdós o el costumbrismo de Baroja (a quien veneran y visitan mientras vive), un apartamiento de los maestros inmediatamente anteriores, Cela y Delibes, y una orientación europeísta que es clara consecuencia del estudio de idiomas y la mejor cultura general de estos chicos. Casi todos son de buena familia.

Personalmente, sigue uno creyendo que el más escritor del grupo era Aldecoa. Asesor literario de una editorial, una vez le llevaron un libro mío, de cuentos. Empezó diciéndole al editor que mi libro era un descubrimiento, pero luego rectificó y dijo que todos los cuentos del volumen eran iguales. Como éramos tácitos compañeros de café, un día le abordé con un tomo de cuentos al fin publicado. Los leyó y otro día me dijo cuál era el mejor: inevitablemente, el más realista, la breve historia de una modelo/cenicienta que, después de una sesión entre joyas como luces, se pone la tristísima gabardina y vuelve a su barrio de la Concepción. (Entonces las modelos no eran estrellas, como ahora, aunque la de mi cuento fue muy bella en la prosa y en la vida). Como en mi tomo había un poco de todo, Aldecoa me señaló un cuento con influencia de García Márquez:

-Tú no estás loco, evidentemente. Entonces ¿para qué te vas a fingir loco escribiendo?

Fue una gran enseñanza del maestro, pero una enseñanza que me descubrió asimismo cómo había recibido él el boom latinoché, y concretamente García Márquez: como una escritura de locos. Aldecoa, el renovador, el lector de Mailer y Miller (en inglés), se había quedado atrás. El boom se lo llevó por delante.

Fernández-Santos, al que antes no he citado, era el alter-ego de Aldecoa, pero con menos talento. Una vez le cité muy elogiosamente y recordé que lo había conocido en el Café Gijón. él replicó, sin motivo, que jamás había visto a un tal Umbral en el Gijón (que había sido mi casa durante diez años). La última vez que le vi estaba sentado en una silla solitaria del Palacio de La Zarzuela. No estaba de visita ni estaba de personaje ni estaba de nada. Sencillamente, estaba muriéndose. Yo nunca le había encontrado méritos literarios, y medró un poco bajo el beneficio generoso de Aldecoa.

Fueron una generación maldita, quemada, lo que ustedes quieran. Casi todos murieron jóvenes. Con Aldecoa anduve de copas por Madrid y anduve de barcos por Ibiza. Ignacio me enseñaba a escribir, a beber, a navegar. A su muerte escribí varios artículos. Los chicos maoístas -moda progre de entonces- iban a su casa a pedirle dinero.