Novela

Tela de juicio

Fedro Jesús Fernández

12 julio, 2000 02:00

Alfaguara. Madrid, 2000. 399 páginas, 2.800 pesetas

Tela de juicio ofrece una buena historia, excelentemente planteada e iniciada pero que va decayendo a medida que avanza

El autor de esta novela es un conocido experto en Historia del Arte. Conviene recordarlo desde el comienzo, porque Tela de juicio es un relato sobre la función del arte, su relación con la realidad y la capacidad de la obra artística para engendrar mundos autónomos. Todo esto, que enunciado así parece materia propia de un ensayo, ha sido modelado por Pedro Jesús Fernández (Albacete, 1956) como una narración; convertido, pues, en suma de acciones y personajes. Ahora bien: puesto que la creación artística arrastra a menudo un componente enigmático, la envoltura formal de Tela de juicio es la del relato de misterio.

El juego de apariencias, equívocos e incertidumbres -presente ya en la dilogía del título- arranca de las dudas acerca de un cuadro perteneciente a los fondos del Museo del Prado que algunos especialistas atribuyen a Velázquez, mientras que otros, en cambio, lo suponen obra de su yerno y discípulo, Juan Bautista del Mazo. La misteriosa desaparición de un restaurador del museo desencadena las pesquisas iniciadas por su hijo, que desde el primer momento cuenta con la ayuda de Nuria, otra restauradora de la institución. Se configura de esta manera el conocido modelo de la pareja de investigadores -de tanto rendimiento en el género-, aunque en este caso no tengan nada que ver con la Policía ni sean detectives privados. Pero tampoco las averiguaciones siguen las pautas habituales, porque acaban desembocando en el mundo de la realidad virtual creada por métodos informáticos; la búsqueda de la solución incluye experimentos visuales -con ilustraciones reproducidas en el texto- encaminados a reconstruir el espacio de Las Meninas que el contemplador situado frente al lienzo no puede ver.
Los análisis pictóricos -algunos de gran agudeza- exigen, naturalmente, conocimientos culturales diversos que, como en algunas obras de Pérez Reverte -autor que aquí es inevitable recordar-, subyacen a la historia y van salpicando el relato: noticias sobre personajes del pasado, versos enigmáticos, costumbres, joyas o símbolos, puesto que "la pintura se manifiesta en formas y colores [...] evocando algo diferente a la realidad" (pág. 368). La carga cultural de Tela de juicio es considerable, aunque no gratuita, pero el autor ha reservado para un apéndice -a decir verdad, innecesario- los datos y las explicaciones que incrustados en la narración hubieran resultado inoportunos. En realidad, todo el planteamiento de la intriga es convincente -si bien resulta inverosímil que la Policía no haga acto de presencia de ningún modo una vez presentada la denuncia- y está narrado con destreza, lo mismo que la progresiva relación entre Gonzalo y Nuria, con escenas bien resueltas y de excelente calidad literaria. Alguna objeción habría que oponer a ciertos diálogos que, aunque no tengan por qué reproducir usos coloquiales, resultan, con todo, un tanto enfáticos. Nadie dice, por ejemplo: "Me sentí débil durante unos segundos y luego fui recobrando las fuerzas de manera gradual" (pág. 96). Poco a poco, a medida que las indagaciones se orientan hacia el estudio de Las Meninas, sobre todo en la segunda fase, el relato pierde consistencia porque la aparición de nuevos registros y elementos narrativos no se ajusta al tono mantenido en la primera parte. De hecho, las últimas páginas y el desenlace provocan la decepción del lector, que esperaba una solución más ingeniosa. Hasta las explicaciones de Alberto resultan de exposición confusa, cuando tan brillantes y nítidas páginas se han dedicado antes a cuestiones de estética pictórica.

Tela de juicio
ofrece, pues, una buena historia, excelentemente planteada e iniciada pero que va decayendo a medida que avanza. Pedro Jesús Fernández narra bien, hasta el punto de que las disquisiciones teóricas, en especial las referidas a la pintura, suelen tener una medida justa y no entorpecen el relato, sino que lo enriquecen.

Pero no ha rematado como lo merecía una obra interesante. El lenguaje es, en general, correcto, aunque sorprenden algunos usos que el lector no sabe si considerar erratas o errores, como cuando se afirma que unos caballos "pifiaban" (pág. 11), que un personaje "permanecía inmóvil, con los brazos inermes" (pág. 67) o que "se arrullaba contra la ventana" (pág. 249). En otros casos se trata de elecciones poco recomendables, aunque el uso cotidiano en los medios de comunicación, en el español formulario de ejecutivos y en los doblajes cinematográficos haya impuesto algunas de ellas, al parecer de modo irremediable: "planitud" (pág. 49), "remarcar" (pág. 110), "retomó su relato" (pág. 278) o "nos espera en media hora" (pág. 277). Nada que no tenga fácil solución.