Image: Culo rosa

Image: Culo rosa

Opinión

Culo rosa

Por el camino de Umbral

27 septiembre, 2000 02:00

Ilustración de Grau Santos

Culo Rosa quería dejar de ser Culo Rosa, allá en su provincia, y firmar artículos en la prensa madrileña con su nombre y dos apelllidos. Temulento, perdido, con los ojos revueltos en claro, era la imagen tópica y antigua del frustrado, del fracasado, del escritor que no era.

CULO Rosa salía a media mañana de su casa, calvo y arreglado, elevando el mentón que no tenía y dejando a su paso, entre las fruterías y las pescaderías, unas brisas de afeitado y buena loción (robaba lociones en las grandes superficies). Llegaba a una calle más principal y, entre atareado y paseante, lento, iba hacia el centro. Pero no era la suya la lentitud confortable del rentista, del paseante en Cortes, sino la lentitud ociosa, prematura y vacante de un hombre que arrastraba consigo toda la soledad del que saluda en exceso a las ancianas que vuelven de misa como pasos de procesión.

Culo Rosa, solterón que vivía con dos hermanas solteras, trabajando los seguros y reaseguros, un día rompió con la profesión para ser escritor, sólo escritor, y vivir de eso (más el guiso de las solteras y la pensioncilla de la jubilación). Un día, Culo Rosa, pegó el salto a Madrid y yo le veía sentado en una mesa del Ateneo (una mesa donde sólo se sentaban a estudiar los opositores), y él me decía:

-Me he venido definitivamente, o sea a quedarme. Fraga me va a sacar un libro de cuentos en la Editora Nacional, y en el Casino (el de su pueblo) un tomo con todos mis ensayos (eran artículos) sobre la historia de nuestro río.

Culo Rosa quería dejar de ser Culo Rosa, allá en su provincia, y firmar artículos en la prensa madrileña con su nombre y dos apellidos. Temulento, perdido, con los ojos revueltos en claro, derrotado de antemano, cuidadoso e inevitablemente triste, Culo Rosa era la imagen tópica y antigua del frustrado, del fracasado, del escritor que no lo era, del intruso sin empuje de intruso, siquiera. Los cuatro paisanos que le conocían, me dijeron alguna vez:

-Mira Culo Rosa. Y va arreglado...

Era el que no sabe orientarse en Madrid, el que va a los cafés a los que no hay que ir, el que ofrece artículos intemporales a los periódicos, ignorando que hay que vivir y morir en las alambradas de la actualidad. Culo Rosa me daba un poco de miedo, con su cuello almidonado, sus manos blandas, sus mentiras (que se decía a sí mismo), porque yo podía haber sido un Culo Rosa, estoy convencido de que el fracaso se contagia y los contagiados se reúnen siempre los mismos y en los mismos sitios, y cada vez se les ve más hundidos en sí mismos y en el local que se hunde con ellos. Aquella juventud fragorosa del Ateneo, chicos y chicas, eran una nueva generación que había tomado por asalto el viejo galeón científico, literario y artístico. Allí no tenía nada que hacer Culo Rosa, que quizá pensaba eso: he empezado demasiado tarde, he perdido mi juventud con los seguros, esto de la literatura hay que cogerlo muy pronto.

Las populosas escaleras del Ateneo eran como una desbandada de flamencos con buenas piernas, o sea aquellas chicas vivas y listas, novísimas. De modo que Culo Rosa se refugiaba en la biblioteca del caserón (su carnet de socio era su único vínculo con Madrid) para escribir más que para leer. Anduvo algunos años rondando el éxito como un novio maduro pero bien arreglado. Cuando le veía por la calle me cambiaba de acera. Culo Rosa paseaba las ciudades como Azorín, buscando el libro raro, la minucia en francés, pero no tenía el perfil que tuvo Azorín para ocultar la mediocridad (Ortega dice que Azorín no hace más que halagar a las derechas).
Otro día que volvimos a coincidir en el Ateneo, aquel Ateneo salvaje y renacido de los sesenta, Culo Rosa me dijo:

-Observa, Umbral, la avilantez de la plebe.

Pero "avilantez" ya lo había yo leído en el citado Ortega y no me asombró nada. Había que ser del Opus o del partido comunista, pero Culo Rosa creía, como Azorín, que bastaba con cuidar el adjetivo, "la literatura está en el adjetivo", y Pla, "fumo mientras espero el adjetivo".

Pasaba el tiempo y Culo Rosa estaba cada vez más usado, más desnivelado, con la camisa ya sucia, el cuello blando y las mentiras escasas, porque se le habían quedado viejas. Entre lo poco que le leí, jamás encontré un adjetivo/hallazgo, y los que encontraba eran plagios de celuloide, como los puños de su camisa. Aquellas estancias en Madrid supongo que le servían para mantener la conversación, luego, en el Casino de su provincia, y soltar los nombres famosos como sin querer, más preocupado de inventar una amistad que de tener unos verdaderos amigos. Con quince días en Madrid tenía para contar todo el año.

Culo Rosa tenía la boca sumida, la voz polvorienta y la conversación ya ni siquiera pedante, sino peligrosamente obsesiva. "Me quedo en Madrid hasta la muerte, Umbral, y que me entierren en la Sacramental de San Justo, con Larra, Espronceda y Ramón". De pronto, traicionando el clasicismo de Ortega, quería pasar a la posteridad con los románticos y los vanguardistas. Pero creo haber oído que volvió a su pueblo para morir. Adjetivos, jamás encontró ninguno.