Image: Isabel Preysler

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Opinión

Isabel Preysler

6 diciembre, 2000 01:00

Por lo que Preysler tiene de heroína de Balzac, de Stendhal, un poco de Marcel Proust -¿Odette?- nos decepciona literariamente su actual felicidad de gente bien

La he visto la otra noche cenando en Zalacaín. Reposada, tranquila sin abandono, elegante sin exceso, toda de negro y moño, con un discreto escote en pico. Hacía mucho tiempo que no la veía en persona -"en directo", como dicen ahora los modernos- y la encontré más joven y más hecha, algo así como una joya que ha rejuvenecido al pulirla. Pero Isabel no es una joya sino más bien una rosa, y le pone a la noche un corazón de flor de té.

Porque hay mujeres/joya y mujeres/rosa (qué artículo tan machista, me dirán las machistas del otro lado). La mujer/joya es más fría, más exterior, más transparente, dura y distante, como las joyas.

La mujer/rosa, o mujer/flor, en cambio, tiene una exterioridad de perfume y color, pero se le adivina un alma más esponjosa, más austral, como corresponde a la vaga geografía sentimental de Preysler. Ha engañado mucho con su aspecto hierático, pero tiene un corazón de racimo que hay que saber adivinárselo.

Y digo que hace tiempo que no la veía porque sin duda sale menos. Y digo que ella sale menos porque es que yo no paro. Hubo un momento en que Isabel renunció a los papeles couché como una reina renuncia a los papeles de barba. No quería ya ser la reina del colorín ni luchar por ello ni contra ello.

Uno deduciría fácilmente que, dada la personalidad de Miguel Boyer, es él quien le ha aconsejado dejar el Madrid la Nuit y vivir distante, como las verdaderas damas, lejos del periodismo que, según Valle Inclán, "avillana el estilo". Pero difícilmente podría avillanar la belleza, la esbeltez quebradiza, la piel del alma distante de IP.
Pero, por otra parte, repasando mentalmente la biografía de esta mujer entera, plural y sola, se deduce que es ella misma quien manda en sus decisiones y que sólo ella gobierna el vasto y leve imperio de su belleza. De todos modos, los fotógrafos -a quienes no hay que humillar llamándoles paparazzi- la esperaban abajo, en la calle, cantando bajo la lluvia, para disparar el último flash que la dé por muerta para la vida más viva de la noche, la calle y las revistas.

Concéntrico al terremoto o maremoto político de la Santa Transición, la Preysler fue un dulce galernazo de belleza, sabiduría y prudencia que viajó por en medio de aquella batalla como un ángel hembra con su antorcha de perfume en la mano. Hoy sus cantantes están viudos, o eso creen, cuando en realidad están muertos, y sus rivales -que las tuvo, y muchas- están casadas de cualquier manera por aprovechar el último tranvía, que suele ser un coche de caballos fúnebre.

A veces la vemos en un rafagueo de televisión, anunciando algo sin anunciar nada, prestigiando la luz con su presencia. Y nada más. Nos queda su belleza, pero pasaron aquellos años financieros y "pisoleros", aquellos tiempos en que caían las altas torres de Rumasa, y crecían inclinadas las nuevas torres KIO, como una doble reverencia al dinero que entraba en Madrid por el nublado Norte.

Cuando España era una rosa revuelta y múltiple, "sueño de nadie bajo tantos párpados", cuando los financieros tenían el Banco en casa y otro Banco a la vista en la calle de Alcalá, cuando las Koplowitz eran clónicas y los Albertos eran los intocables, Isabel Preysler cruzó el río revuelto de la ciudad, con islotes como la Bolsa y el Banco de España, y es una bondadosa flor del mal, una malvada flor del bien, un ángel custodio de su propio dinero que pasaba a través de los hombres y las cajas fuertes, a través de los Gobiernos y la aristocracia, con un pie desnudo y pequeño, delgado y raudo, dejando huellas como dólares, hasta llegar hasta su meta remota y misteriosa, que era ésta: una paz hogareña, todos los maridos en orden y bien colocados, los niños muy crecidos y un marido color cigarrillo a medias, junto al que ella sigue siendo la llama que sólo arde cuando quiere.

Lo que no podríamos decir es si éste era el destino que ella se había prefijado o si la vida le ha depositado, como una ola nocturna, en la felicidad quieta y burguesa, fea por definitiva, de un matrimonio estable cuyo único proyecto de vida en común es envejecer.

Hemos admirado mucho su belleza y hemos envidiado razonablemente su astucia para hacerse sitio donde no había más que uno libre, el suyo. Por lo que tiene de heroína de Balzac, de Stendhal, nunca de Flaubert, un poco de Marcel Proust -¿Odette?-, nos decepciona literariamente su actual felicidad de gente bien, de señora formal, de dama estable. La conocí en una gran casa donde -siempre torpe de mí- la tomé por una criada filipina. Aquello fue un lamentable error, pero quisiera uno que, de todos modos, acabara saliéndole un día, tras su gran epopeya, la delicada y vulgar criadita filipina.