Opinión

La calderilla del corazón

3 enero, 2001 01:00

El contenido de mi corazón, cuando suena, no es más que calderilla. Jamás escribiré un libro como el de Rosales. Ni como la mayoría de los libros que me han gustado en esta vida

Me mandan hacer un electrocardiograma y tengo ocasión de asomarme a la ventana negra que da a las profundidades de mi pecho, a ese patio de luces en que palpita el corazón como una paloma en el interior, como un gato escondido, como un rebelde y municipal gorrioncillo. La doctora Rábago, lista, joven y deslizante, me lo dice con la sencillez de las buenas noticias:

-Tiene usted un corazón sano.

-¿Y las palpitaciones?

-Nervios.

-¿Y los extrasístoles?

-Nervios.

-¿...Y?

-Nervios.

El doctor Casado, que es inteligente y minucioso, mira mis electros como si fuesen una colección de acuarelas aburridas, monótonas y tirando a vulgares:

-Nada, todo normal.

Siempre me he llevado mal con mi corazón, que por lo visto va bien. A mí es que me suena a calderilla. No hice el servicio militar alegando el corazón, recuerdo (y entonces no se libraban ni los muertos). Estuve tres días en el hospital militar, leyendo a poetisas hispanoamericanas. Alfonsina Storni y todo eso.

Cuando ya estaba a punto de convertirme en poetisa argentina, me dieron de alta, servicios auxiliares, libre total, en realidad, nunca más volvieron a llamarme, mi vida es una larga deuda con el Glorioso Ejército Español, pero supongo que a estas alturas, y con el pelo blanco, ya no van a quererme para ir al Golfo. En aquellos tres días coincidí en una gran sala con unos mozallones de la provincia que se masturbaban como endemoniados precisamente cuando pasaba la monja. Había un ictérico que me cogió cariño y se me pegaba en la comida, en el jardín, en la lectura. Yo tenía miedo de que me pegase su amarillo, y además no me dejaba leer: Juana de Ibarbourou y todo eso.

Era un tomito de Aguilar, forrado en plástico. Ahora que se ha muerto Carlos Cano, con la valerosa aorta luchando contra la velocidad de las alturas, me ha entrado el miedo del corazón y prometo no volver a subirme ni al Puente Aéreo.

Carlos Cano vino una vez a casa, a pedirme disculpas. El caso es que yo había hecho un artículo denunciando un disco suyo, donde había, para mi gusto, una excesiva comercialización de García Lorca. Carlos era grandote y soso. Nos hicimos amigos y no teníamos nada de que hablar. Menos mal que lo de la aorta no le dio en mi dacha, por cuya piscina navegan libros a velocidades muy moderadas. Ahora le he escrito un poema por la radio, a Carlos Cano, con lo de su muerte, pero no me da para una columna de periódico. No es que fuera malo ni antiguo ni nada. Es que no me da. Eso sólo lo sabe el propio columnista.

-Yo he venido a verte, Umbral, porque quiero que seamos amigos y...

O estaba tímido o lo era. Se fue y quedamos amigos, pero apenas volvimos a vernos. Se conoce que Carlos Cano sólo sabía decir las cosas cantando, y claro, tampoco se iba a poner en plan copla en mi biblioteca, que los libros imponen mucho a los pocos habituados. Pobre Carlos Cano. Parecía buen chico. No he vuelto a oírle, no recuerdo cómo cantaba. Luego, más tarde, si me acuerdo, pondré algún disco suyo, por ver.

Hay noches en que tengo palpitaciones, pero si me levanto a cambiar de pijama desaparecen. A lo mejor el que tiene palpitaciones es el pijama. Hay días en que me tomo el pulso y tengo arritmias.

-Nervios- dice la doctora Rábago, la señorita Rábago, a quien he traído un libro mío dedicado. Lo mismo me decía su padre, en tiempos. Y otro médico, una vez, fue más explícito:

-Sólo pasa que tiene usted un corazón nervioso.

Para que luego digan los reporteros que soy un señor tranquilo, lento, sin nervios. Las poetisas norteamericanas estuvieron muy de actualidad en los cincuenta, cuando todo lo que llegaba de América era mágico, como consecuencia de Rubén y Neruda. Tengo amigas que siguen encontrando muy mágico a Vargas Llosa.
A mí me lo parece, mayormente como escritor, en los ensayos, que son de una prosa inteligente, bella de leer y certera. Al salir del hospital pensé en mi amigo amarillo, el ictérico, y me pareció que no había sido justo con él, que me merecía más amistad. Era como si hubiese dejado todo el Tercer Mundo encerrado tras las grandes verjas del hospital. ¿Le quitarían los médicos el color amarillo? Porque un chino no podía ir a la mili española, y él parecía un chino. El contenido del corazón. Luis Rosales hizo un bello libro de prosa con ese título. Salía mucho su madre. Creo que lo leí por entonces, cuando la mili, y me gustó más que las hispanoamericanas.

El contenido de mi corazón, cuando suena, no es más que calderilla. Jamás escribiré un libro como el de Luis. Ni como la mayoría de los libros que en realidad me han gustado en esta vida. A la salida del hospital la ciudad era más bonita, como más grande.