Image: Tiempo

Image: Tiempo

Opinión

Tiempo

María Maizkurrena

9 enero, 2001 23:00

Hiperión. Madrid, 2000. 68 páginas, 900 pesetas

Vale la pena leer este libro escrito por alguien que se atreve a mirar su vida perdida sin falsas consolaciones y a mirar su ciudad, hermosa y fea a un tiempo

Diez años ha tardado María Maizkurrena (vasca del 62, aunque nacida en Londres) en publicar un nuevo libro de poemas. En 1990, apareció en Adonais Una temporada en el invierno; tras una década de silencio, el invierno y el infierno de la cotidianidad siguen siendo los protagonistas de su poesía. La nota de la contraportada -en contra de lo que suele ser habitual- resume muy acertada y líricamente el contenido del volumen: “cartas escritas hace años que se le ofrecen [al lector] a medida que abre los cajones del libro, la elegía de una juventud perdida, alguna fecha semiborrada, un rumor de lugares y personas que han desaparecido, el lamento resignado de la memoria, epitafios, canciones, sombras, conversaciones, manifiestos, plegarias y, en todo caso, siempre, los vaivenes del tiempo”.

El primer poema del libro, “Fenómenos atmosféricos”, nos muestra ya una de las características de la poesía de María Maizkurrena: su buena factura formal, su respeto por la métrica clásica (algo que la emparenta con Juaristi y De Cuenca). “Bajo las copas grises/ de los árboles sucios/ pasa un furor de luz, / pasa el tiempo de junio”, comienza el poema. La serie de heptasílabos asonantados termina con un desahogo sentimental que apunta ya a uno de los puntos débiles de esta poesía: su directo confesionalismo, su falta de distanciamiento e ironía.
Cuando esa ironía se intenta, en poemas que tratan de la sociedad vasca actual, a la manera de Juaristi, el resultado queda muy lejos del modelo. Ejemplo de ellos puede ser el poema “Jóvenes románticos en la sociedad de masas”, que contrapone “las mansiones/ altivas de Neguri, donde pone el crepúsculo/ un aura de belleza algunas veces cursi” a “los barrios industriales de la margen izquierda”. El final resulta demasiado directo y contundente, como de aquella vieja poesía social que a veces no dudaba en condescender con el libelo: “No es raro que en estas tierras de cultivo/ en vez de hombres, a veces crezcan bestias”. El escenario de bastantes poemas coincide con el Vinogrado de Juaristi: “Dime que el tiempo se ha parado/ sobre los puentes de Bilbao,/ ciudad que ha hecho mi vida/ y la ha desbaratado...”

“Cortometraje”, el título de la primera parte del libro, nos remite al cine, del que se toman algunos procedimientos. El poema “Albada” toma su imaginería de la serie negra, que en los 80 puso de moda L. A. de Cuenca: “Los hoteles malditos estaban clausurados / pues habían hallado una muchacha muerta / en cada habitación”.
Los defectos de cada poeta suelen ser la otra cara de sus aciertos. La poesía elegíaca y nocturna de María Maizkurrena (casi todos sus poemas hablan de la noche) gusta de la música asordinada, de las referencias realistas, de una simbología nada novedosa: estaciones vacías, tardes de domingo... El escenario perfecto para la desolada cosmovisión que sus versos nos quieren transmitir, “para tirar la vida por la borda”, como nos dirá en el final de un poema que habla de “callejuelas nocturnas de deseo y de música”.

En “Solar vacío” nos expone su poética: aún queda “un blanco por llenar, una casa que construir”, un jardín “con árboles y letras”; el final resulta quizá demasiado explícito: “Para esto sirve la literatura,/ para hacer una casa de palabras”. La literatura sirve para muchas cosas, y una de ellas es expresar el misterio de lo cotidiano, la sensación de derrota que nos deja el paso del tiempo, las trampas de la noche. Son muchos los poetas que hablan de lo mismo. Pero cuando son verdaderos poetas nunca al lector se lo parece. Poesía es decir lo mismo de siempre por primera vez. Y todo lo contrario: decir lo que nadie ha dicho como si hubiera sido dicho desde siempre.

Sería injusto reprocharle a María Maizkurrena su falta de novedad (que pocos poetas de interés han buscado en lo externo, en lo más directamente perceptible por el lector), pero no que a veces incurra en la obviedad de los buenos sentimientos. Vale la pena, sin embargo, leer este libro escrito por alguien que se atreve a mirar su vida perdida sin falsas consolaciones, y a mirar su ciudad, hermosa y fea a un tiempo, y a dejar constancia de las tensiones del tiempo presente. Y que a veces consigue trascender realismo y confesionalismo para dejarnos entrever lo que está más allá del tiempo y las palabras: el rostro de lo que no tiene rostro.