Image: Aprendizaje del dolor

Image: Aprendizaje del dolor

Opinión

Aprendizaje del dolor

Por el camino de Umbral

4 julio, 2001 02:00

Lo más valioso de la tarde es que he conocido a Belén Gopegui, que ha venido a saludarme después de nuestra grata correspondencia. Melena gris, inteligencia triste y cita indefinida para vernos. Es la escritora joven más importante de su generación

Junio. Lunes, 25

Le tomo el título prestado a Carlo Emilio Gadda, La cognizione del dolore que le dio clima a una época de mi juventud y me hizo creer, con Virginia Woolf, en la novela lírica, que ya nacía con Joyce y culminaba en el citado título de Gadda. Aprendizaje del dolor. Salgo de casa del médico absolutamente mareado y entro en una farmacia. La farmacéutica me lo sirve todo en una bolsa pequeñita. Ve mis esfuerzos por hacerlo caber en la bolsa, pero soy ya un cliente pretérito y cobrado, de modo que ni caso. Me voy con mi impedimenta farmacopea a un bar cercano y distribuyo mis cajas en la barra mientras pido un vaso de leche y repaso las instrucciones. Un castizo que juega en la tragaperras y los dibujitos, me dice de perfil:

-Mejor que toda esa mierda sería un buen whisky.

Pienso que tiene razón, pero el whisky me está vedado de momento. Los castizos siempre tienen sus razones para estas cosas, y además las dicen. Ahora hago la cuenta de la farmacia y se me cae una moneda al suelo.
-Deje que se la cojo, don Francisco, que soy más joven que usted.

No sé si es otro castizo o el mismo castizo de antes. Los castizos son ya pocos y todos iguales. Les encanta faltar al personal, sobre todo si va arreglado. Me tomo el vaso de leche con azúcar y me voy de este bar de castizos y faltones. Sigo escandalosamente mareado y cruzo por mitad de la calle parando un taxi. Cuando mejor se paran los taxis es cuando se ha perdido el gusto y el asco de la vida y se empieza a desear la muerte. El taxista por su módico precio, no parecía dispuesto a resolver mis vértigos ni mis angustias existenciales, y se limita a dejarme en la dirección que le he dado, que es una librería de lujo donde se presenta un libro mío. Veo en ráfaga a mi público, o una sustanciosa representación, un público aseado, recortado, perfilado, educado y paciente que espera en silencio. Pero yo adonde voy es a un despacho íntimo y solitario, con olor a imprenta, a muchacha y a engrudo, y una moqueta azul oscuro donde me tiendo a todo lo largo. Lo último que capto es el contraste de mi traje de verano (entre gris y hoja seca), un contraste que me agrada y me consuela un poco de haber andado por la ciudad como un buque borracho, entre el perfil peligroso de los automóviles y las grandes masas de luz que fingen parques y bibliotecas. Gris y hoja seca. Una percepción así se encuentra en André Gide, "si la semilla no muere". La literatura está llena de estos deliciosos plagios involuntarios, que son la continuidad de la cultura. De una cultura y de una sensiblidad.

Permanezco tres cuartos de hora tendido en la moqueta, fingiéndome a mí mismo que duermo, viendo pasar las piernas de las secretarias que van y vienen, y los zapatos de cordones que se vuelven a llevar, sobre todo entre los ejecutivos, los yuppies y los millonarios gordos que ganan un premio pelota de elegancia a fin de año.
Por fin, salgo al salón y saludo, elegante y desplanchado, oyendo todavía el rumor aviónico de la máquina del aire acondicionado, que echa hacia fuera un viento negro y quemante que es como el revés del viento. Rilke definió la música como el revés del aire. He aquí otra repetición literaria que no deja de satisfacerme puesto que pertenece al acervo de mi cultura alborotada y religiosa, ya que la literatura no es sino un sustitutivo de la religión, como la religión fue un precedente de la literatura. Ambas tienden a dominar a los hombres.

El público, que conoce mi hazaña y mi espera de la hora, una hora atrasada, como un novillero muerto y caído, me recibe con una ovación discretamente épica más que lírica, casi taurina. El crítico notorio, la bella imprescindible, el hombre editorial, el joven político y alguien más me acompañan en la mesa. No consigo concentrarme en lo que dicen, sino que me suenan por dentro párrafos lejanos y perfumados de "aprendizaje del dolor", ¿por qué hoy ese libro? Me parece evidente que la tarde está siendo un aprendizaje del dolor. Les agradezco que lo hablen ellos todo y no me obliguen a decir nada, pues aunque la moqueta me ha mejorado mucho (creo en las moquetas), no estoy para ocurrencias volterianas ni para profundizaciones heideggerianas.
Miro discretamente al público para ver a quién conozco y a quién no conozco. En tanto, escucho cómo el crítico me elogia por lo bizarro, la periodista por lo sagaz, el editor por las ventas y el político por los premios. Unánimes aplausos cierran el acto sin que yo tenga que hablar. Lo más valioso de la tarde es que he conocido a Belén Gopegui, que ha venido a saludarme después de nuestra grata correspondencia. Melena gris, inteligencia triste y cita indefinida para vernos. Es la escritora joven más importante de su generación. Se le va en la cara, todavía niña, que también ha hecho ya su aprendizaje del dolor.