Image: Último placer de estío

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Opinión

Último placer de estío

12 septiembre, 2001 02:00

Soy un caballo pálido que piensa, metafísica bestia del verano, vuelvo a mi soledad y a sus praderas buscando la verdad de lo vivido, lamiéndome las llagas, mirándome el ombligo, recordando y dudando

Septiembre. Lunes, 3

Aquellos ojos míos de mil novecientos cuarenta. Aquellos ojos que vieron apagarse una guerra como si fuera la hoguera del barrio. Por mis ojos han pasado cuerpos de luz, muchachas, ciudades en un pie y los ríos de Europa, tan caudales. Ahora le he llevado mis ojos viejos a un prestamista de ojos, que me los quiere cambiar por otros de su vitrina. Pero mis ojos todavía ven, aplazo la oferta y me echo con ellos a la calle, como toda la vida, viendo con uno un mundo gótico y con el otro un mundo en ruinas que en realidad están dentro de mí.

He llevado mis ojos a una niña monjil que los tiene en la palma de su mano como dos joyas falsas que me va a devolver. Yo siento la vergöenza de mis ojos de viejo, aunque allá, en el fondo de la mácula, todavía llega una luz aguda y cálida, luz del amanecer lleno de día o luz de la ciudad en llamas que es ahora, cuando el crepúsculo se fija en mi pupila como una obra de arte, como un cálido cobre. Mis ojos han viajado por los clásicos robándoles su plata y su gran rima, siempre fueron ladrones de sonetos, ojos espadachines que ahora vendo o empeño. Esta espada de orín no es la ceguera mas tiene la belleza de una alhaja, y si cierro los ojos y miro dentro de mí, qué batalla política es mi vida, qué derrota romántica es mi noche.

Me queda un ojo tuerto, entristecido, que ve lo que no ven otras pupilas, ese revés poblado de las cosas con sus riquezas tan cementeriales. Me queda otro ojo vivo, vigilante, que mira en torno suyo la belleza, que se clava en el pecho de una niña con la violencia antigua de mi modo. Ojo derecho, punzón de la escritura, que sigue su tarea de tantos años, leyendo y escribiendo una letra aljamiada, un palimpsesto que no termina nunca y es mi vida. Le queda toda luz y toda prosa a este ojo matinal que mira el tiempo. Le queda ver cadáveres de amigos o de enemigos que transitan muertos. Todo lo va escribiendo en lenta página con la velocidad de lo que ocurre.
Ojo de luz, ojo de sombra, qué relieve le prestan a la vida, qué imágenes dibujan en el aire de las que yo enriquezco con mi escritura. Y en cada puerto donde para el ojo hay una Circe que esperaba a Ulises. Todo hombre bien logrado es Cíclope de un ojo con el que enciende hogueras en la prosa, con el que viola muertas en la tapia. Cojeante de los ojos voy pasando por las páginas duras de este libro.

Viernes, 7

Me echo en brazos del agua, que me recibe con su cuerpo en huida. Siempre está huyendo el agua, y ahora extiende sus piernas de sol y transparencia, rodeando mi cuello, destrenzándose. último placer de estío, el baño con agua. El agua es femenina más que agua, se escapa de mis manos y nada hacia los bordes de más agua. Repartida doncella, ramo de agua, su espuma es un intento por lograr la persona que ya es, mas luego se sumerge en otras aguas, ah la niña perdida en el estanque.

Piscinas movedizas acuden por el cielo, de nuevo el agua verde me ha tendido sus brazos, esos brazos azules sin dejar de ser verdes. Jugamos en el agua y yo advierto la brusquedad y el peso de mi cuerpo, la levedad del agua adolescente, porque he entrado en las aguas como entraría un caballo y voy pisando charcos en lo hondo.
El hombre es demasiada humanidad, tenemos este cuerpo entorpecido, tenemos este cuerpo embarnecido que queda torpe y duro entre las aguas. Lo más fácil sería decir que la siesta del fauno la ha interrumpido el agua, esta doncella inquieta del color de la nada. Mas ni siquiera valgo para fauno, me voy al fondo como un pez de plomo, y el agua se sonríe de mi torpeza y viene a socorrerme con sus brazos tan largos que no existen.
Bañarse con el agua, una doncella con credencial de espuma y risa verde, sumergirse en el agua y su cintura, que flota lentamente o es una mariposa posada en mi nariz. Ah las tardes del agua, cuerpo cálido y frío, su magnitud de lirio, su amplia risa que ha llenado la tarde de reflejos y ahora viene hacia mí, niña mimosa, buscando a este caballo metafísico que no sabe nadar con su soltura, que no sabe ser leve, repartirse, o prodigar su lírica presencia como lo hacen las aguas transparentes cuando vuelven del fondo y me acarician. Acarician mi pecho arracimado, me besan el ombligo con su espuma y cantan algo leve, atardecido, con eco de piscinas y jardines.
Ha pasado la tarde como un dios desprendido, han colgado los cobres de los últimos oros, el agua está dormida, cual princesa, dentro de un ataúd de aguas muy verdes, y yo me quedo solo, anochecido, soñando que hubo aquí mismo una doncella que me invitaba al agua con sus senos de un cristal muy veloz que se rompía.
Soy un caballo pálido que piensa, metafísica bestia del verano, vuelvo a mi soledad y sus praderas buscando la verdad de lo vivido, lamiéndome las llagas, mirándome el ombligo, recordando y dudando, como un hombre.