Image: Armadura sin voz, el solitario

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Opinión

Armadura sin voz, el solitario

19 septiembre, 2001 02:00

Así es la soledad, fuera del tiempo, aunque la trae el tiempo en sus añadas, destino sigiloso de los solos. Cuánto hay que abandonar, sacrificar, para tener al fin la soledad

Septiembre. Sábado, 8

La soledad es un puente sin agua. Paseo mi soledad como ese claustro que ilustraban vencejos en mi antaño. Soy el que quería ser, un solitario, y tengo las mañanas de arcipreste y las tardes de cielo y de armadura. Armadura sin voz, el solitario. Ah las espuelas de oro de cabalgar la vida. Todo ha quedado atrás, en polvareda y al fin la soledad dora mis días como nunca soñé, serenamente. Gustar la soledad como Azorín el agua, distinguir sus colores y su callada empresa.

Por las mañanas es azul la vida y pájaros muy altos ven el mundo que yo no quiero ver por demasía. Por las tardes, ya digo, los vencejos, este jardín de fraile maldecido y un álamo muy solo en la trasera. Alguien dijo que un álamo no es nada, que siempre los citamos en plural. Es el "soto de torres" de Unamuno. Pero yo tengo un álamo o un galgo que siempre es blanco y virgen, sin lenguajes, sin palabras mentidas en su tronco. Un álamo delgado que sólo puede dar la soledad, un álamo sin sombra y sin amigo, al que visito lento, silencioso, acariciando su corteza fría como la azul cintura de una muerta.

Así es la soledad, fuera del tiempo, aunque la trae el tiempo en sus añadas, destino sigiloso de los solos. Cuánto hay que abandonar, sacrificar, para tener al fin la soledad. Y le acuden palacios de aire puro y lecturas y libros transparentes. Si alguien entra en el huerto lo profana. Cuando todos se van, el tiempo es mío.

Soy el dueño de alcázares de sombra. Repetidos vencejos me visitan, acude la fugaz estrellería de los cielos cargados con su biblia. Los años han dejado en mi cabeza los rodales profundos del hastío, y ahora tengo la paz, la soledad, una finca del aire, un don del año. Todo ha quedado lejos, fuera, torpe, y en este encierro tenue donde piso no entra ya sino un moro jardinero que sabe dialogar con los frutales.

Domingo, 9

El profesor José Antonio Marina ha prologado un libro mío con largueza poniendo el énfasis, especialmente, en la manera, en la escritura, en el estilo, en lo que llama impar. Mucho agradezco estas valoraciones al joven maestro, y sólo en ese sentido quisiera puntualizarlas. Está muy bien, es muy moderno, suena todavía a estructuralista eso de estudiar un fenómeno lingöístico sin entrar jamás en los contenidos. Pero el caso es que si no hubiera contenidos o no valiesen la pena, ni siquiera se ocuparía del libro.

Los contenidos de Mortal y rosa son obvios y los de Un ser de lejanías sobreabundan en todo el libro. Pero el profesor, muy riguroso, se atiene a la morfología del lenguaje. Para nada se alude en los comentarios a Un ser de lejanías al individuo que ahí se deshuesa, se desata, se derrama, se esparce, se disipa y se entrega. En este sentido pudiéramos decir, incluso, que el libro es una novela, aunque ya no nos gustan las novelas, de acuerdo con Caballero Bonald. Quiero decir que la materia narrativa del libro es abundante, pero muy fluidificada por la visión lírica de la existencia que tiene el autor.

Me parece suicida esto de lanzarse a polemizar con el crítico, pero Marina no ha querido hacer una crítica sino un prólogo a Los alucinados, libro del que se olvida continuamente, y nunca hay inocencia en estos olvidos. La materia multibiográfica de Los alucinados es un estorbo -quizá un grato estorbo- para el morfólogo del idioma que no quiere dejarse invadir por la anécdota, por más entrañada y realísima que ésta sea. Marina hace muy bien y cumple con lo que se ha propuesto desde hace tiempo: estudiar la escritura de Francisco Umbral en sus alardes y sus miserias. Eso lo hace admirablemente. Ningún autor hubiera podido desear mejor crítico o estudioso. Pero yo les aseguro a los lectores que quien se mueve en las páginas de estos tres libros son hombres y mujeres, desde el solitario de lejanías hasta Cuqui Fierro sirviendo el chocolate de su santo. Mi amado Marcel Proust no despreciaba estas mezquindades. Pero a lo mejor José Antonio Marina se interesa más por mí que por Proust, lo cual sería ya el éxtasis del autor.
Me ha enseñado mucho el prólogo de José Antonio Marina, pero es un texto que vuelve a plantearme la duda de si es válido estudiar un lenguaje extrayéndole primero el tema. Cuando uno está en camino de escribir sólo la escritura, como mi inolvidable Viola pintaba sólo la pintura, el maestro que me hace patente esta especie de pecado, crea en mí un problema de conciencia literaria y no sé si volver atrás y reescribir algo así como Los cipreses creen en Dios. Gracias, maestro.