Image: Los helechos de París

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Opinión

Los helechos de París

Por el camino de Umbral

17 octubre, 2001 02:00

París en otoño es la tumba de Baudelaire en una calle, como a él le hubiera gustado, hombre de las multitudes y gran peatonal que perseguía a las mujeres que se le escapaban con "paso de estatua"



Octubre. Sábado, 6

París en otoño era una flor de piedra y de retórica. París bajo la lluvia era un hueco en la Historia, era un ramo de rosas intelectuales pasadas por la pluma de Moreás, París bajo la lluvia era una calle estrecha, una miseria de oro, qué bien dora París sus desperdicios, qué bien suena la lluvia como el armonium en libertad, el armonium de Nôtre Dame saliendo por las puertas del gran templo.

Habían traducido al francés mi novela Los helechos arborescentes, editorial Hachette, y me invitaron a la presentación. Estuve alojado en un hotel de argelinos y cogí en París la decorativa faringitis de otoño. Ahora se reedita aquí en Madrid aquella novela y esto me recuerda la aventura literaria y parisina. Comuniqué a la prensa y la tele que estaba en la cama, con gripe, y el hotel de argelinos, sin enchufes, se llenó de televisiones y catarros. Metido en la cama hice mi rueda de prensa. La crítica trató muy bien a la novela y una gran revista literaria se refirió a mí como "al nuevo Barroco español". La traductora era una francesita hija de exiliados españoles. Este exilio hacia Europa de nuestros republicanos no ha sido tan brillante como el exilio a América, pero a mí me resulta mucho más entrañable, con aquellos españoles viviendo en aquellas calles pobres y doradas que ya he dicho, las madres aprendiendo a usar chapiri para todo y las hijas ganándose la vida con las traducciones, leyendo a distancia la añorada literatura española. Sólo un humorista, Mihura, y no ningún novelista ha recogido aquel clima de berza y añoranza de nuestros últimos y más entrañables afrancesados, que casi todos habían optado por París, no sólo por la cercanía sino por la preferencia literaria, cultural, histórica. París en octubre era un panteón de clásicos que rodeaban a Racine dormido mientras la música caía como una lluvia, música del armonium de Nôtre Dame, mientras ardían los cristales del rosetón central en una tarde entre litúrgica y literaria.

Pude enamorarme de mi traductora, hablábamos mucho de literatura en su piso, pero se me cruzó la directora literaria de Hachette, una mujer bella y bizca con un cuerpo emocionante y un marido que daba clases de matemáticas para deficientes mentales, lo cual ya, incluso en París, quedaba como un poco surrealista. O sea que me quedé sin ninguna de las dos, como suele ocurrir en estos casos.

En París leía por los puertos, esos puertos que son los puentes, las críticas y reseñas de mi libro, extrañado de que los parisinos no me mirasen por la calle ni me pidieran autógrafos. En París vi mi Orange mecanique y en un pub liteario conocí a Anthony Burguess, el autor de la novela, borracho y con flequillo. Con todo, me parece mejor su otro gran best-seller Poderes terrenales, y sobre todo su biografía de Napoleón, donde hace que las amantes le llamen Napi.

En los cines había grandes colas para ver Orange y yo hice cola un domingo por la tarde, recordando ahora el número fuerte de la película, cuando los jóvenes airados violan a la esposa del escritor y le cortan las puntas de la blusa a un milímetro de los pezones. Con los amigos españoles me reunía de vez en cuando y sólo querían hablar de España, cuando a mí me hubiera gustado hablar sólo de París en aquella mi primera visita. París en otoño es la tumba de Baudelaire en una calle, como a él le hubiera gustado, hombre de las multitudes y gran peatonal que perseguía a las mujeres que se le escapaban con "paso de estatua". París bajo la lluvia eran los Campos Elíseos sin Marcel Proust y unos grandes teatros donde unas acomodadoras minifalderas, era la época, y un poco putas te exigían la propina antes de sentarte y la rechazaban si no era suficiente.

En París y en otoño visitaba yo a Alejo Carpentier en la Embajada de Cuba, que estaba en la calle de la Faisanderie, calle estrecha, limpia y larga, en la Embajada de Cuba, cuando él y yo creíamos aún en el futuro de Fidel Castro. Alejo estaba escribiendo su Concierto barroco, que resultó una novela valleinclanesca, de un Valle-Inclán como muy pasado de platas italianas. Con el tiempo, Carpentier me visitaría a mí varias veces en el Palace de Madrid, donde comí con él y su mujer. La guillotina viajaba en barco hacia el otro lado del Atlántico.

La tercera o cuarta generación del "boom" latinoché ha enterrado y olvidado a Carpentier, que era un comunista que amaba a España y seguía fiel al barroquismo español, del que veía en mí una continuación (había leído varias veces mi Larra). París en otoño era el Luxemburgo con un fondo de parra roja y los exiliados conversando con las estatuas literarias de la grandeza francesa, mientras los estudiantes leían Charly Hebdo como veteranos de guerra del 68. En París había menos cine porno que en Londres o Roma, y mis editores me llevaban a unos restaurantes como boutiques a probar la nueva cocina francesa que a mí me sabía literalmente a desayuno en Tiffany’s, o sea a bocata de diamantes. París en otoño, que es cuando he vuelto, ya no reconoce en mí al colaborador de Le Monde y Liberation, pero los helechos de París -nunca vi ninguno- crecen en mi memoria, arborescentes, ahora que sale una vez más mi novela y los talibanes empeoran incluso a Hitler, quien fue capaz de parar sus ejércitos, al entrar en la ciudad, para exclamar ante la Concorde: "Es la Quinta sinfonía".