Image: Los osos de Berna

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Opinión

Los osos de Berna

21 noviembre, 2001 01:00

Fui conociendo la historia de todos los osos de Berna, historias profundamente dramáticas que llevaban de modo previsible a lo humano, como los soportales interminables de la ciudad llevaban a la plaza de los mercados y las fiestas. Al irme de la ciudad sólo me despedí de los osos, y hasta tuve la tentación de quedarme con ellos como un oso más

Noviembre. Sábado, 10

Berna pudiera ser algo así como la recia interioridad uterina de Europa, como el útero de piedra o el anillo medieval de todas las ciudades. Berna tenía unos soportales y unas plazas que estaban como abandonados por los siglos y donde siempre era de noche. Yo me paseaba por aquella gran ciudad paleolítica, por aquel mundo artesanal y pétreo donde no se veía a nadie y tenía el ahogo de haber entrado en la cueva de Europa, en la provincia de los siglos, en el pasado sin retorno. Berna no tenía tardes sino que pasaba del mediodía a la noche y de la actualidad al medievo en un momento. Lo primero que había que hacer en Berna, lo primero que debiera hacer un escritor español y protocolario era visitar al embajador Lojendio, el de la bofetada a Fidel Castro.

Así lo hice, pues, y Lojendio resultó un tipo grande, abierto, fanfarrón a la española y simpático. Después de comer me llevó a visitar los osos representativos de Berna, que para mí tenían un parentesco indudable con las piedras y las plazas de la ciudad interior que ya he descrito. Después de aquella visita, yo iba todas las mañanas a visitar a los osos, que me parecían los ciudadanos más tratables de Suiza. En principio, un oso suizo ya es cosa insólita que nos remite a la Selva Negra, al bosque absoluto que fue Europa antes de que sobrevinieran los vegetales, como luego sobrevendrán las glaciaciones y habrá un kilómetro de nieve por encima de Estocolmo.

La lectura de mi Lorca en la mesa camilla presidida por Eugenio de Nora fue efectivamente una cosa doméstica y no tan brillante como lo de Zurich. Eugenio de Nora era un profesor y poeta social que se había hecho la ilusión, en la distancia, de tener un primer puesto en la poesía española, pero Nora sólo era un pie de página, una nota al margen en las antologías más exigentes. El español fuera de España, y ya he hablado de Rilkeiro, es un exiliado voluntario o involuntario que imagina la patria como una cosa remota, como una Atlántida de la que él es el Platón desterrado. Cuando al fin vuelve a España, a los cafés de provincias, se encuentra con que lo suyo ha sido algo así como la ausencia de una gripe. Nadie le pregunta nada de su glorioso exilio. A Nora le debió molestar un poco que yo, recién llegado de España, no le trajera el oro, el incienso y la mirra que imaginaba merecer. Pero siempre he preferido los osos a los poetas.

Así que me vuelvo a mis osos, que estaban en una calle en cuesta, en un foso enorme, piedra y hierro, aislados de la ciudad. Serían unos osos muy emblemáticos, pero en realidad parecían unos esclavos romanos con mucho pelo y eran unos prisioneros, los rehenes de no sé qué cacería heráldica. Yo les llevaba todos los días castañas pilongas, nueces y otros frutos secos. Los osos ya conocían la hora de mi llegada y me esperaban subidos a la verja, saludándome con la mano desde lejos. Aquellos osos, como yo había sospechado, eran hombres encarcelados en su condición de osos, como los ángeles están encarcelados en su condición de ángeles. En saliendo de lo humano, todo es cielo o infierno, es decir, prisión.

Un oso viejo, más hombre que un árbol y tan hombre como yo, me contó, mientras se comía las almendras, que Berna era un bosque de piedra en el corazón de Europa y que a ellos, los osos, les tenían recluidos como a los pieles rojas en sus reservas. Cuando se caía un niño de la calle al fondo del foso, las madres osas le cuidaban hasta hacerle vivir y no se lo devolvían nunca a los humanos. El niño acababa siendo un oso más de la tribu.

Una osa me contó que ella había bailado en todos los circos del mundo, había sido algo así como la Bella Otero de las osas, como la Mata-Hari de una belle époque y una Guerra Europea de la que siempre hablaba. En lugar de fusilarla, como se cuenta de Mata-Hari, la habían encerrado con los osos y ahora estaba allí, viva pero aburrida, y sólo en el día de alguna fiesta nacional bailaba para el alcalde, para Lojendio y otras autoridades alguna de sus danzas eróticas. Luego la fusilaban ritualmente y volvía a vivir su vida de osa remendando viejas galas y coronas de cartón forradas de terciopelo de iglesia. Así fui conociendo la historia de todos los osos de Berna, historias profundamente dramáticas que llevaban de modo previsible a lo humano, como los soportales interminables de la ciudad llevaban a la plaza de los mercados y las fiestas. Al irme de la ciudad sólo me despedí de los osos, y hasta tuve la tentación de quedarme con ellos como un oso más. A medida que profundizamos en lo humano vamos descubriendo que el hombre no es sino un oso desnudo.