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El Frondor
Detalle de "Friso de Beethoven", (1902), de Gustav Klimt
Yo fui un niño veneciano, sí, en cada atardecer, con una corte de pavos reales que cada vez se iban más arriba de los árboles como buscando la noche y su joyería de plata y nieve, donde les gustaba picotear. Al que ha tenido pavos reales en la infancia se le nota en esa pluma caligrafiada que lleva siempre en el sombrero
Pero la apoteosis del pavo real se producía por las tardes, frente al crepúsculo también pictórico, como un cuadro en llamas. El pavo real abría su gran cola que era un abanico de pupilas, y en el cielo también se abrían abanicos inmensos y decadentes como el poder de Dios, pues a lo mejor Dios era un hermoso pavo real que estaba allá arriba graznando al mundo, y esto no lo sabía nadie, porque los curas y los teósofos, y hasta mi amigo Agustinito, buscaban a Dios por el cielo, a la hora propicia del atardecer, pero lo buscaban en forma de paloma blanca o de hostia consagrada, mirando fijos al sol hasta quedarse ciegos. El pavo era el ave heráldica de todos los novios del Frondor y se estaba allí, sobre ellos, como incubando su amor, hasta que casi era de noche y el Frondor se reducía a un rumor de besos como el rumor del estanque contra las piedras, a unos últimos graznidos, más ya del cielo que de la tierra, y a una legión de ciegos, los que habían mirado al sol, que volvían a casa a tientas y rezando las oraciones del demonio, pues el ángel se vuelve diablo y pierde la fe en cuanto deja de ver el sol, ya que la fe no es otra cosa que la luz y Dios, si existe, no se deja ver, celado siempre por la cola con pupilas del mayor pavo real, y llega al final de cada día cegando a unos cuantos hombres por el pecado de mirar, como Adán miró a Eva.
En el Frondor vivían también los cisnes, que eran los habitantes blancos o negros del palacio de las aguas, porque al fondo del estanque había un palacio que el Ayuntamiento no se atrevía nunca a desenterrar porque pudiera ser la Atlántida municipal hundida por nuestros antepasados y que alguna vez resurgiría para pedirnos cuentas de aquel hundimiento, de la sangre derramada y del color broncíneo del mármol que ya no se calcinaba al sol. éramos, pues, una ciudad cainita y hubiéramos sido una ciudad deicida si no fuese porque nuestro Dios era un Dios homicida que empezaba por cegar a los hombres o sacarles los ojos mediante el pico del pavo real, o clavarles ese pico en el corazón, peligro que amenazaba sobre todo a los enamorados del Frondor, y que es cuando caían deshojados tras el último y más hermoso beso a la novia raptada en otro parque. Yo fui un niño veneciano, sí, en cada atardecer, con una corte de pavos reales que cada vez se iban más arriba de los árboles como buscando la noche y su joyería de plata y nieve, donde les gustaba picotear. Al que ha tenido pavos reales en la infancia se le nota en que va para cardenal o en esa pluma caligrafiada que lleva siempre en el sombrero.