Image: La tía Algadefina

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Opinión

La tía Algadefina

27 febrero, 2002 01:00

"Desfile de amor", (1917), de Francis Picabia

Me gustaba sacar de debajo de la cama su pajarería de zapatos ligeros y esbeltos, siempre zapatos de verano, como si viviéramos en un perpetuo verano que le permitía a ella las sandalias de oro o el caminar descalza por los los parques de fuego y aves de la ciudad

Venía de los figurines y los estamparios, venía de las crónicas de sociedad y los bailes del Ritz. Puedo ver su rostro casi infantil, su sonrisa de niña, su pelo corto y algo como unas alas, una nube o un tiempo sepia que la seguía o la antecedía y que sin duda era la emanación de su época, la temperatura de sus años. Estaba en una gran foto de aquéllas que entonces a los fotógrafos les salían ovaladas, como poniendo ya al personaje el óvalo de lo que hoy llamamos carisma. Venía de una primavera irrepetible, de unos novios fugaces que no servían para nada, de unos amores inocentes de media tarde que sólo conducían a perder un guante y llegar un poco retrasada a la cena.

Puedo verla en una mañana de domingo, alborotando la casa con sus prisas por salir a la vida y su risa cuyo secreto no digo. Era la hermana menor de mi madre y hoy pienso que bien pudiera haber sido mi novia o mi prima, más que mi tía, pues estaba hecha de la impaciencia de todas las primas y la fragancia de todas las novias, pero las familias suelen salir muy barajadas y a la tía Algadefina le tocó de tía mía, con sus pamelas cortas, sus ojos de soltera y su prisa vertiginosa, alegre y triste, hacia no se sabía dónde.
Su nicho de niña virgen lo tenía en la alcoba italiana, alcoba de cristales floreados y luz de reflejos que llegaban de otras fachadas al piso alto de aquella casa. Alguna vez, estando ella fuera, estando yo solo en casa, con las anginas y la fiebre de los amores mal llevados, me levantaba de la cama e iba descalzo, cruzando el pasillo, hasta la alcoba de la tía Algadefina para oler sus vestidos, que cada uno olía a un verano diferente, para oler sus frascos, todos fechados en París y llenos de un color que era el de los ojos de Algade- fina. Me gustaba moverme por aquella habitación estrecha y alegre de sabores, como el sabor del mediodía, pero triste de sombras inoportunas que sólo mucho más tarde podría explicarme.

La tía Algadefina nunca supe qué estudiaba pero tenía mucha cara de estudiar esas cosas ligeras y alegres que luego se llamaron alta costura, decoración y cosas así. Toda la época de ella, que se me escapaba y no era la mía, hacía dibujos en las paredes de un verde populoso, y esos dibujos eran como el diario íntimo de una mujer que se estaba haciendo allí, en su nido femenino, y dejaba imágenes de todo como una heroína de las películas mudas que ella veía. Aquella alcoba italiana era un cine mudo por donde pasaba a grandes o pequeñas zancadas la película con música y sin palabras de una adolescencia que iba cobrando peligrosamente las formas pecadoras de una mujer.

Me gustaba sacar de debajo de la cama su pajarería de zapatos ligeros y esbeltos, siempre zapatos de verano, como si viviéramos en un perpetuo verano que le permitía a ella las sandalias de oro o el caminar descalza por los parques de fuego y aves de la ciudad. Debo confesar que también me gustaba el olor de aquel calzado y que metía allí la nariz como en una rosa con tacón de avispa, y quizá todo ello supusiese que yo estaba enamorado de la tía Algadefina, pero me temo que más bien estaba inventándome la novela corta de un amor incestuoso e imposible por tantas cosas. Hoy me hubiera bastado con eso pero entonces me parecía atroz y me hacía un poco maldito, de modo que volví a meter los zapatos debajo de la cama, revueltos como estaban, y volvía a mi cuarto descalzo, con las anginas agravadas, el bofetón de la fiebre en las mejillas y el corazón desproporcionado.

Así la vi, así la recuerdo, así era ella, de tales sitios venía, tales zapatos había usado para caminar el mar o la montaña y así puedo evocarla ahora, más graciosa que perfecta, más ruidosa que alegre, enferma, y así la recuerdo, ausente, porque viva nunca la vi.