Image: Fernand Léger

Image: Fernand Léger

Opinión

Fernand Léger, pasión esnob

Léger consigue a veces cierta grandeza en la composición de sus cuadros, pero hay un cierto ingenuismo en querer tubularizar al ser humano

17 octubre, 2002 02:00

Ilustración de Ulises

El elemento que más influyó en la aparición de las vanguardias, a primeros de siglo, fue el maquinismo. La nueva civilización industrial, con máquinas para todo, de la locomotora del ferrocarril al teléfono de manivela, trajo a su vez unos artistas nuevos o renovó a los viejos. Algunos habían empezado por deslizar un ferrocarril, caligráfico y silencioso, al fondo de sus paisajes. Luego, el ferrocarril viene a primer plano y es pintado con el mismo amor que la Capilla Sixtina. El artista, con un resto apollineriano, comprende que no se trata tanto de abolir los temas como de rehacerlos y presentarlos de otra forma, vistos a través de una óptica inédita. Entre el mundo natural y el mundo industrial ya sólo se interpone la bicicleta, cruce de insecto y de automóvil, que desde un principio fue dibujada como chisme viejo y melancólico, y nunca como augurio de modernidad.

Los artistas deciden que hay que encontrarle la belleza a las grandes estructuras industriales, para pasar por modernos, y como no tienen a mano una gran fábrica de galletas, esperan que el ferrocarril, fábrica con ruedas, venga hacia ellos. Entre los siglos XIX y XX se pintaron tantas locomotoras como matronas abundosas se habían pintado en el Clasicismo, el Renacimiento y el Barroco.

Para Léger, los brazos de las mujeres, y por supuesto las piernas, la circunferencia de la cintura, todo adopta la forma y naturaleza de tubo

Uno añadiría, incluso, que la locomotora pictórica y romántica tiene el mismo vientre fecundo y mitológico de aquellas matronas de la antigüedad. Para hacer más evidente este paralelismo, el surrealista belga Delvaux pinta señoritas desnudas delante de la máquina nocturna, cuyas luces enriquecen el cuerpo de la señorita. Pero lo que hay que preguntarse es por qué la pasión del arte nuevo por la máquina. Es una pasión esnob. El creador que teme quedar atrás, entre sus primaveras antañonas y sus rebaños de ovejas, se lanza suicida a las líneas rectas y las superficies lisas, generalmente negras, de la pintura industrial, o sea inspirada en la industria.

Todavía el artista seccionaba las cosas en cuanto a pictóricas o no pictóricas, pero tiene que romper con esta norma y empezar a pintar la belleza de lo feo, el miniaturismo de un teléfono y la gracia de un automóvil gótico, pues al principio todos los automóviles eran góticos. Dado este primer paso por el arte, el segundo lo da la industria moviendo ficha. Los pintores comprenden que no basta con inspirarse en ferrocarriles sino que el cuadro mismo ha de tener algo de ferrocarril. Y aquí empieza la vanguardia, el futurismo, la experimentación y lo que venga. Fernand Léger es el capitán reconocido de este arte. Lo suyo pudiera llamarse tubularismo como lo de Picasso se llamó cubismo. Para Léger, los brazos de las mujeres, y por supuesto las piernas, la circunferencia de la cintura, la mecánica menuda de los dedos, todo adopta la forma y naturaleza de tubo. Gracias a su gran oficio, Léger consigue a veces cierta grandeza en la composición de sus cuadros, pero hay un cierto ingenuismo en querer tubularizar al ser humano.

Léger, hombre muy obrerista, no tiene otra intención que convertirnos a todos en hijos del trabajo y equivalentes de la máquina, el navío o el taller. Ya hemos dicho que gracias a su buen oficio se mantiene la fantasía ingenua de este tubularismo que algo tiene que ver, repito, con el cubismo de Picasso y Braque. Sólo que los cubistas estaban buscando una óptica nueva y suprimiendo esa tercera dimensión fingida que tanto ha inquietado siempre al pintor. En cambio, su contemporáneo Léger persigue una finalidad social, que es mecanizar al hombre y cantar el mundo del trabajo. La que no tenga pechos cilíndricos no sirve.

Todo el arte inspirado en la máquina no es sino una escandalosa muestra de esnobismo, de ese esnobismo que lleva siempre al artista y al que no lo es detrás de la última novedad. El creador se resiste a quedar clausurado en la clausura de los clásicos. Hay que pintar el mundo que está naciendo ahora mismo y Apollinaire nos da la gran lección con sus visiones de la Torre Eiffel, aunque quizá la Torre Eiffel más lograda y vanguardista sea la que pintó Delaunay. En cuanto a la propia Torre Eiffel, hay que decir que no es sino un homenaje de la industria al gótico anterior y eso es lo que le quita cualquier aire de vanguardia y le otorga duración intemporal.

La síntesis la hemos logrado hoy, cuando los nuevos automóviles quieren parecerse a una nave espacial o a un japonés. El que se compra este coche nuevo y ya un poco monstruoso es el esnob absoluto que ya está soñando, más que llegar pronto a Barcelona, llegar en pocos años a la luna, que, como ya saben, tiene turistas espontáneos y millonarios.