Image: Diego Rivera

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Opinión

Diego Rivera, el antiesnob

Rivera es el antiesnob, el energúmeno mexicano con cachava, con tanto pelo en el cuerpo como un mono y con ganas de matar a Modigliani

21 noviembre, 2002 01:00

Ilustración de Ulises

Frescos que eran estampas en tres dimensiones, un evangelismo macizo y armonioso, desde las auras de los santos hasta la vaca sentada en su pesebre o la fina serpiente, como un collar en pie, esperando su hora. Y arriba, una virginidad de pelo corto, toda blancura y alas, con su expresión recatada. Cuando la revolución, los sombreros mexicanos y la boina militar entre los arcos del pueblo, todo muy obrero y campesino, dado con esa densidad del pintor que hacía reales sin violencia los cuerpos, los vivos y los muertos.

Eran todavía los años en que la botella de vino o de anís se había convertido en el icono de esa sagrada forma que es todo cuadro pintado con devoción. La botella negra o roja es una farola en el pasaje de la conversación y de pronto ilumina la noche cuando ya todo está apagado. Diego Rivera, que sólo bebía agua mineral en grandes cantidades, para su hígado, que iba con retraso, no se abstiente de pintar también su botella de anís del Mono, la botella que fuera el fetiche de Picasso, tintero alto para los escritores de vanguardia que creían en el lema baudeleriano de estar siempre embriagados de algo: de amor, de alcohol o de poesía.

Rivera es el antiesnob, el energúmeno mexicano con cachava, con tanto pelo en el cuerpo como un mono y con ganas de matar a Modigliani

Diego Rivera es el antiesnob, el energúmeno mexicano con cachava, con tanto pelo en el cuerpo como un mono y con ganas de matar a Modigliani, todavía no sabemos por qué. Era el suyo, sí, un esnobismo inverso que consistía en hacer el patán genial entre los esnobs de la vanguardia. Tenía una mujer azul que no le iba nada, pero era la que más le iba. Fue excesivo para su tiempo en Madrid y en París, pero luego vino el comunismo abriéndole los murales como libros desplegados. El muralismo era lo que estaba esperando su talento monumentalicio y beligerante. Hay toda una escuela de grandes muralistas mexicanos, con Orozco y todo eso, pero Diego Rivera ha quedado como el Miguel Ángel de las capillas sixtinas del comunismo proletario y del indigenismo americano.

Cuando pintaba cubismo, antes de su época de formas densas, dulces y maduras, lo que mejor le salía de la escuela de Braque eran los retratos y siempre le ponía al retratado una mujer de fondo, con la ternura puntual del que todavía cree en la madre o la esposa. Pintaba la cabeza del retratado en tres dimensiones que eran tres cabezas. Había descubierto que ningún hombre tiene los dos ojos iguales, de modo que avizoraba el ojo redondo y claro del que mira la vida y el ojo entornado y sombrío del que medita la vida. Conseguía así un parecido sicológico mucho más efectivo que el parecido físico. Diego Rivera ha quedado por los murales revolucionarios de su país, pero nosotros, pasado el fervor muralista, preferimos a ese Rivera íntimo e investigador que reía toda la noche, con furia o amor, en los cafés de Madrid y de París, en plena borrachera de agua mineral, pues era el hombre que se dejaba el hígado en cualquier parte y lo que le urgía no era encontrar el hígado sino encontrar la botella de agua. La historia de la pintura y la historia de su país han hecho miguelangelesco a Diego Rivera, que inscribe las masas revolucionarias llenas de armonía de clase y despliega la grandeza del pueblo mexicano en grandes folios de piedra que obligan a los políticos a enfrentarse con ellos y bajar la cabeza.

Diego Rivera, antiesnob en el siglo de los esnobismos, pinta la revolución rusa pintando la revolución mexicana y se entrega al comunismo como una multitud, ya que él era un superhombre numeroso sólo atenuado, en principio, por Angelina, su mujer azul. Hay quien dice que Angelina pintaba acuarelas como todas las mujeres. Rivera amaba las acuarelas de su mujer, que le lanzaban misteriosamente a la violencia quieta de la piedra y al realismo poético de la revolución. Diego Rivera fue una rama desgajada del gran árbol americano como una rama que se paseó, tremenda, por los cafés de Madrid y de París, asustando a los esnobs de la vanguardia y dependiente siempre de Moscú, capital del dolor revolucionario, como hubiera dicho Paul Eluard. Ahora los murales los hace el capitalismo, pero los hace sin tema, abstractos, porque el capitalismo no tiene santos ni gigantes que cantar. Por eso volvemos, melancólicamente, al Rivera íntimo, cálidamente cubista, el que mejor supo meter en el bodegón esnob del cubismo la calidez de la vida y la sensibilidad de su hígado que no paraba de hacer juegos de agua, como Debussy, con el agua mineral.