Opinión

De la incierta naturaleza del cine

6 marzo, 2003 00:00

El estreno de una película de Manoel de Oliveira es siempre motivo de esperanza y celebración. Así sucede con El principio de la incertidumbre -que empieza a circular ahora a través de dos únicas copias, una cifra que lo dice todo-, en cuyas imágenes y sonidos está depositada toda la belleza que el cine es capaz de alcanzar, la expresión de sus grandes posibilidades ignoradas u olvidadas. Hay que dar las gracias a Oliveira, pero también a los responsables de que esta obra excepcional se haga presente entre nosotros.

Al comienzo de los años 50, Manoel de Oliveira solamente había dirigido unos cuantos documentales y un largometraje de ficción, Aniki-Bobó, rodado en 1942. Apartado de la industria del cine, se dedicaba por entonces, plenamente, a la agricultura. Sin embargo, en 1952, imaginó una película, Angélica, basada en una experiencia vivida a raíz de la muerte de una joven, prima de su mujer.

Antes del entierro, la familia pidió a Oliveira que hiciera una fotografía de la difunta. “La joven -ha contado él mismo-, muy bella, se hallaba tendida en un canapé azul, en el centro de un salón. Sus cabellos eran dorados y estaba vestida de blanco, como una novia. Yo llevaba conmigo una cámara Leica, que en el acto de enfocar producía un desdoblamiento de la imagen. Había que poner una atención especial, enfocando cuando las dos imágenes aparecían superpuestas. Como estaba fotografiando a una muerta de la que se desprendía una doble imagen, me asaltó la idea de que una de ellas correspondiera a la mujer viva, no muerta. Y que esta imagen no encerrara a la otra, y lo trastornara todo. El hecho me afectó profundamente, de la misma manera que al protagonista de Angélica, que revelando la fotografía de una mujer muerta la percibe viva”.

Esta experiencia (premonitoria de las ficciones de Ordet, Viridiana y Vértigo) despertó de nuevo en Oliveira el interés por el cine, por otro tipo de cine: aquél que se revela, en primer lugar, como medio de fijar la vida, capaz incluso de hacer volver del más allá a los muertos. Desde entonces, Oliveira acostumbra a decir: “O cinema é sempre um fantasma da realidade”.

El tiempo. Un fantasma tiene siempre detrás un hecho puntual: el de la muerte o la desaparición de alguien o de algo. En la historia del cine, más allá de sus muertes episódicas -reales o simbólicas: la del cine clásico, la de la Modernidad-, existe un duelo primordial hoy prácticamente olvidado: el suscitado por la desaparición del cine mudo en el momento de su máximo esplendor, sacrificado en aras de la palabra hablada. Muerte sin duda prematura, de la que Manoel de Oliveira es el único cineasta en activo que puede ofrecer un testimonio encarnado, experimentada por él como pérdida esencial. Pérdida, sobre todo, de una cierta especificidad del cine elaborada al amparo de las teorías del montaje, donde la imagen obraba en general como una expresión sustitutiva de la palabra.

Con el sonoro entró en el cine, inevitablemente, la literatura, y con ella la escritura y la ley. Oliveira tardaría en asumir este cambio. En su deriva como cineasta, comenzó a hacerlo cuando, sirviéndose de la mirada de un pintor, se enfrentó al flujo del tiempo en O pintor e a cidade (1956), un documental sobre Oporto, auténtico reverso de Douro, faina fluvial (1931). Fue el eslabón primero en su reflexión sobre la incierta naturaleza del cinema: arte del espacio, sí, pero también del tiempo; arte del montaje, sí, pero también de la duración.

La palabra. El segundo eslabón de este proceso fue el descubrimiento de la palabra: “Me di cuenta -declaró Oliveira- que era absolutamente inútil intentar traducir cinematográficamente una imagen verbal, una imagen literaria. Ni siquiera es necesario intentarlo, ya que la frase literaria puede ser registrada. Esta es la gran ventaja del sonoro”. Como testigo y actor del cine mudo, Oliveira se hallaba en condiciones de sentir esta evidencia: que la palabra no podía ser solamente un valor añadido, un aderezo naturalista de las imágenes, sino que debía convertirse en fundamento de la acción y el movimiento. Algo que poco tiene que ver con el realismo, y absolutamente nada con su estereotipo más degradado: ese coloquialismo, engendrado por el serial televisivo, que se desprende como un cacareo de las relaciones humanas, presente en la mayoría de las películas actuales.

Si el artificio humano por excelencia es el lenguaje, si esa es nuestra verdadera naturaleza, la palabra constituye entonces el tejido mismo de la existencia. Es más -afirma Oliveira-, ese tea-tro de la palabra es lo único que puede aprehenderse y mostrar porque la vida es pura fugacidad: “Vida que agora não é vida / instante logo perdido / ápice já acontecido”, como escribirá en uno de sus poemas.

Escena y vida. Oliveira ha sido considerado como el iniciador contemporáneo de un movimiento de ritualización de la cultura portuguesa. Para él, en cuanto espectadores todo lo que vemos se presenta como teatro. De tal modo que el cine, al asumir la idea de modernidad, se encuentra ante dos alternativas: filmar el espectáculo de la vida o bien filmar el espectáculo de la escena. Todas las representaciones artísticas conocidas se sitúan, en su opinión, del lado de la escena: “Cuando yo digo que el cine no existe, que lo que existe es el teatro, y que por ello el cine es un proceso de fijación audiovisual del teatro, es porque en esa acción el cine resulta enriquecedor y duradero, verdaderamente distinto del teatro, que es rápido, que es efímero. Si afirmo que el cine no existe, lo hago de la misma manera que podría afirmar que la vida no existe. Porque la vida se nos escapa a cada instante, y por tanto lo que nos queda de ella es el teatro”.

La redención de la Realidad. La literatura dramática ha proporcionado a Oliveira no solamente la palabra necesaria, sino sobre todo un dispositivo a través del cual entran en juego las convenciones y los ritos sociales que él considera imprescindibles para revelarnos la trama de la Realidad. En sus películas la palabra procede mayormente del territorio de la novela o de la escena teatral (Camilo Castelo Branco, José Regio, Agustina Bessa-Luís...), forma parte del cuerpo de la historia, y aparece siempre filmada como un documento.

Semejante estrategia formal no pretende otra cosa que preservar el realismo ontológico de la imagen cinematográfica, buscando con frecuencia su eco expresivo en el cine de los primitivos. Su acta de nacimiento aparece firmada en 1963, en una película fundacional, Acto de Primavera, que ofrece al espectador una representación popular del Misterio de la Pasión en una aldea de la región de Trás-os-Montes, y donde el cine, por vez primera en la obra de Oliveira, se filma a sí mismo. Respetando lo esencial del rito original del siglo XVI, Oliveira llevó a cabo una significativa variación: no hacer coincidir el final de la representación -que se celebra siempre el Viernes Santo- con la muerte de Cristo, para introducir, a través de unas imágenes de la primavera, la idea de la Resurrección.

Fantasma y, a la vez, redentor de la realidad, capaz de resucitar a los muertos: en esa dialéctica se han movido, desde entonces, las películas de Oliveira. Lo vio, con gran lucidez, ese magnífico cineasta, recientemente fallecido, que fue João César Monteiro: “Manoel de Oliveira forma parte de un pequeño grupo de directores católicos portugueses para quienes el acto de filmar implica la conciencia de una trasgresión. Filmar supone una violencia del mirar, una profanación de lo real que tiene como objeto la restitución de una imagen de lo sagrado”.

El principio de incertidumbre. Ante las variadas y azarosas contingencias de su infancia el pequeño Manoel, allá por sus seis años, comenzó a mirar a su alrededor como un espectador asombrado y confuso: “Esta experiencia infantil me marcó para siempre. Con ella quedó en mí entrañada esa visión de incertidumbre, de inestabilidad del mundo”. Tal desconfianza en las apariencias de la Realidad ha acompañado fielmente a Manoel de Oliveira hasta el día de hoy. Su última y extraordinaria película, El principio de incertidumbre, da buena fe de ello.

Para la Física, el “principio de incertidumbre” radica en que no puede observarse ni calcularse al mismo tiempo la “situación” y el “ímpetu”o momentum físico de la partícula elemental de cualquier ente o cosa. Lo que nos importa para el caso es la contradicción o imposibilidad de que se pueda hacer observación simultánea de ambos fenómenos. Si la llevamos al plano de la vida, al escenario de lo que llamamos Realidad, la dificultad se multiplica aún más, en razón de la fugacidad del acontecer.

Adaptando una novela de Agustina Bessa-Luís, con el contrapunto de la música de Paganini y la colaboración de unos intérpretes que alcanzan la perfección, Oliveira juega con este principio de incertidumbre, aplicándolo al destino de una serie de parejas de hombres y mujeres, y en el que cada sujeto posee aparentemente su contrario o su complementario. Dos doncellas: la virtuosa y angelical Camila, cara de estampa, y la mundana e intrigante Vanessa. Dos jóvenes: António Clara, “Clavel Rojo”, el legítimo heredero, y José Luciano, “Toro Azul”, el hijo de la sirvienta. Dos hermanos intelectuales que hacen el recuento y el arbitraje de la historia: Daniel y Torcato Roper... La maestría de Oliveira radica no sólo en su habilidad para mostrarnos los sucesivos desdoblamientos, sino también para dibujar la fragilidad de las fronteras personales y las distintas dicotomías (ángel/demonio, feminidad/masculinidad, legítimo/ilegítimo, virtud/pecado, fidelidad/traición/ predeterminación/libertad, condena/salvación...) que no hacen otra cosa que evidenciar la imposibilidad de que estos seres y sus permutaciones sean objeto de comunicación.

Si las migraciones de las almas son incomunicables, si las posibles transgresiones resultan autistas, el “otro” no es más que un pretexto para la queja o la razón, mientras la vida se escapa inexorablemente, fugaz como las aguas de ese río que discurre al otro lado de la ventanilla del tren que la película nos muestra una y otra vez. En definitiva, no podemos captar de todas esas existencias más que unas vanas explicaciones formuladas al aire, cuyo secreto parece guardar una suerte de pecado original de imposible redención, perdido en la oscuridad del tiempo.

Esa oscuridad es también la de la sala cinematográfica donde el espectador, sentado en su butaca, tiene suspendido el juicio en una especie de lógica difusa, que se sitúa entre unos escenarios verosímiles, históricos, familiares y unos razonamientos paradójicos, una palabras no encarnadas ni sometidas a la situación, teológicas, míticas, intemporales.

El cine y el río. En una extraordinaria carta dirigida, a modo homenaje póstumo, al crítico francés Serge Daney, Oliveira liberaba al cine de su dependencia temporal e histórica: “Cuando apareció el cine, éste ya existía desde siempre, no como máquina o invención de la técnica, sino como cinema. Por eso decimos que el cine escapa al tiempo, puesto que es el fruto del espíritu que anima a todas las artes... En una palabra, el cine no ha sido, más aún, ni siquiera ha comenzado. El cine es. Y es porque ya era, y era porque guardaba dentro de sí el espíritu de las cosas; y así, como siempre fue, siempre será”.

El cine responde -como la pintura, la escritura o la música- a un sueño primordial de la humanidad. La imagen que Oliveira elige para acercarse a su naturaleza cambiante y su intemporalidad es la del río Douro, “o rio da minha aldeia”, que es y no es siempre el mismo.

Se ha dicho, pero nunca lo suficiente -al menos entre nosotros-, que la obra de Manoel de Oliveira constituye un testimonio excepcional del camino recorrido por el lenguaje cinematográfico desde sus orígenes hasta nuestros días. Que este grandísimo cineasta, con 94 años cumplidos, siga en activo, es una suerte de milagro. Y que además, junto a esa lúcida perseverancia, tenga la honestidad, la inteligencia y el coraje moral necesarios para seguir resistiendo es algo que no deja de conmovernos.