Image: Luis Escobar

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Opinión

Luis Escobar

20 marzo, 2003 01:00

Luis Escobar, por Ulises

Luis Escobar era noble de España por los cuatro costados, pero siempre prefirió la vida del teatro a la gran vida, hasta que Luis Berlanga le fundió en ambas metiéndole en el cine. Luis Escobar fue nuestro Totó y otras muchas cosas

El personaje más logradamente esnob que ha dado mi medio siglo XX es Luis Escobar, con su chapiri de señorito monárquico de los años 20 y sus manos artríticas que adquirían la categoría expresiva de un Berruguete. Luis Escobar era noble de España por los cuatro costados, pero siempre prefirió la vida del teatro a la gran vida, hasta que Luis Berlanga le fundió en ambas metiéndole en el cine. Luis Escobar fue nuestro Totó y otras muchas cosas. Le saco como personaje homosexual de una novela mía, y en seguida me invitó a comer en su piscina con Carmen Posadas, con la que hice amistad por primera vez después de haberla confundido en cierta cena elegante con una criada filipina. Claro que también confundí a Isabel Preysler con una criada filipina, en casa de Esperanza Ridruejo; era la época de las criadas filipinas y a mí todas me parecían filipinas o me parecían criadas, sólo que Carmen Posadas tenía una intensidad austral de cuerpo y de mirada que no se da en la satinada raza filipina.

Luis se bañaba todo el rato, cultivando su cuerpo de muerto, y el agua le añadía juventud. Era un mediodía de verano. Carmen me leyó sus primeros cuentos y me parecieron buenos, aunque algo influidos por García Márquez, como aquella novia ensangrentada que salía en uno. Luis me invitaba de vez en cuando a sus cenas, creo que en el Conde de Orgaz, y me invitaba a frecuentar su nutrida y cuidada biblioteca, donde lo había encuadernado todo, sin caer en la cuenta de que un libro nuevamente encuadernado es como unos zapatos con medias suelas de repuesto. Todo olía demasiado a cuero reciente, como de nuevo rico, siendo él un rico tan antiguo. Además de a cuero allí olía a mierda, pues todo era picaresca de retrete, siglo XVIII, cosa que a mí me daba mucho asco, pero que era gusto frecuente de ciertos homosexuales que aún no habían salido del armario, pudiendo hacerlo con todos los títulos y privilegios. Luis no salió nunca, salvo una amistad sentimental que me contara con Madame Verdurin, la inolvidable heroína burguesa de Marcel Proust:
-Era una señora muy buena, Umbral, muy agradable, y Proust no fue justo con ella, creo que no fue justo.

Y se llenaba de una indignación literaria y una justicia poética inmediatas, como si hablásemos de una amiga de todas las cenas elegantes. Yo lo definí siempre en mis memorias y artículos como el personaje más proustiano de nuestro pequeño mundo de Guermantes, y él me dijo un día: "Mira, Umbral, tú me has definido muchas veces como personaje proustiano. Y tengo que decirte que yo soy analfabeto por culpa de Proust. Cuando llegaron aquí sus primeros libros, en los años 20, me fui inmediatamente a París a conocer aquellos personajes. Desde entonces no he leído otro autor que Marcel Proust, y entre todos tenéis la culpa de que yo sea un analfabeto ilustrado".

Algunas noches coincidíamos en las verbenas madrileñas de agosto, bordadas de pianillos, a título de castizos ilustrados, cuando estaba tan claro que no éramos nada castizos y muy poco ilustrados. Pero yo disfrutaba de la conversación de Luis, lejos de sus libros encuadernados en mierda y lejos de su París proustiano de los años 20. A Luis lo perdí de vista cuando Berlanga lo metió en el cine, haciendo que así aflorase toda su enorme personalidad de cómico y de hombre, su saber irónico de la vida y su cariño entrañable por las cosas, muy poco frecuente en un aristócrata de sus grados y añadas.

Pero Luis seguía invitándome a almorzar en la Gran Peña, Gran Vía, 2, donde alguna vez encontré a Mario Conde, que me arrojaba un pedazo de pan como tenía por costumbre, buen sabedor de mi afición al pan. A la entrada de la Gran Peña hay un enorme folio de mármol donde constan los caídos por Franco en la Guerra Civil. Es acojonante leer esa lápida y sirve para reconsiderar la profundidad y extensión de la derecha española.

Luis era muy de usar guantes, para disimular la artrosis que le deformaba las manos, pero con todo quedaba elegante. Por debajo del gran señor yo veía un hombre bueno con una dulce frustración que le quebraba el alma: haber sido un gran autor teatral. Nos dimos la mano por última vez sobre el perro recién muerto de Conchita Montes, alturas de la Castellana. Conchita perdía un hijo y nosotros perdíamos el tiempo.