Opinión

Barcelona, capital de la paz

24 abril, 2003 02:00

El apoyo incondicional de nuestro gobierno a la guerra ha hecho, quizás, más daño al sentimiento español de cohesión y unidad nacional que muchos desmanes perpetrados por grupos incontrolados de nacionalismo radical.

La primavera barcelonesa estalla en estos tiempos oscuros, dejando una sensación agridulce en todo aquel que se entrega al gran placer de perderse por las calles de esta ciudad mediterránea. Estos días siento una especie de goce cívico, de naturaleza ética y política, al internarme sobre todo por el barrio gótico, salvadas las Ramblas y la calle Fernando, ya que el escenario es un constante reclamo e incitación a la rebeldía pacífica contra esta guerra feroz que a bastantes nos tiene desolados. Y es que en Barcelona existe una rara sintonía entre instituciones y ciudadanos que explica que la gran mayoría de la población participe, activa o silenciosamente, en esa protesta que hoy es global, ecuménica, mundial, siempre contra las salvajes decisiones de un Imperio que nos quiere conducir hacia el choque de civilizaciones y hacia un escenario de guerras de religión.

En ocasiones he sentido enajenación y extrañeza en referencia a mi ciudad, y no he callado los aspectos de Barcelona que en los últimos años me producían tristeza y decepción; los que por propios fallos y errores la han llevado, a veces, a perder peso específico económico, político y cultural. Pero hoy siento orgullo legítimo de una ciudad que se ha convertido en capital de la paz, y que hasta Bush padre ha decidido citarla: “No vamos a dejar que sea Barcelona la que dicte nuestra política gubernamental”.

Mejor irían las cosas en este mundo desquiciado si se siguiesen las directrices que las constantes formas de protesta barcelonesa, con o sin cacerolas, orientaran a los políticos de aquí o de fuera. O si se supiera aquilatar el sentir cívico que en todo ello se expresa, en lugar de aferrarse a los pocos síntomas de “crispación” que en esas formas cívicas siempre pueden producirse.

A veces creo que estoy viendo una película que se repite. Me froto los ojos para saber si estoy en el año 2003 o en el año 1995, aquel año en que estallaron de manera encadenada todos los escándalos que condujeron al último tramo del gobierno socialista. Del mismo modo como entonces éste tendía a denunciar, con la palabra Crispación, las formas críticas que acusaban esos desmanes, para esconder así la enormidad de las propias faltas, ahora nos encontramos con lo mismo, aunque un escenario diferente; en lugar de corrupción tenemos apoyo bélico ejercido de manera totalmente unilateral; en vez de la sucesión de escándalos económicos o vinculados con las tramas antiterroristas, una insólita decisión de apoyo a una guerra a todas luces injustificada o inicua.

Esos pecados mortales, por decirlo al católico modo, se cifran sobre todo en el apoyo incondicional a un gobierno norteamericano particularmente despiadado y militarista. Pero nuestra administración trata de camuflarlos a través de la conocida estrategia del calamar. Se considera de suma gravedad algún acto puntual de intemperancia que pueda producirse en medio del gran despliegue de manifestaciones contrarias a la política gubernamental. Se tergiversa de este modo el valor de las cosas y de los hechos.

Pero la impopularidad de la política gubernamental no generará una crisis total de la estructura del estado, pues el bipartidismo que este país, afortunadamente, posee le permite dejar siempre abierta la posibilidad de una alternativa. ésta, llegado el caso, podría quizás administrar mejor una política de compromisos internacionales que la ciudadanía repudia (y una obsesiva política nacional únicamente cifrada en la lucha antiterrorista y en el Valor Seguridad). Siempre hay algún cerebro algo alelado que confunde las causas con los efectos, o que incurre en metonimias inconscientes, o que cínicamente promueve tergiversaciones flagrantes, o mentiras manifiestas. Me refiero al obtuso comentario siguiente: que las protestas contra la guerra “fomentan los intereses de los nacionalistas”.

El intelecto privilegiado que repite este burdo sofisma debiera saber que una política gubernamental absurda a favor de la guerra provoca serias dudas en muchos ciudadanos sobre la solvencia del estado español en relación a sus consorcios internacionales. Esas políticas incomprensibles, o de un maquiavelismo inicuo, acaban generando un sentimiento de vergöenza generalizada en relación al propio estado-nación. Muchos quisieran, en un escenario de este carácter, que no fuese verdad el dicho de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Eso es lo que produce dudas generalizadas en torno al país del que formamos parte.

El apoyo incondicional de nuestro gobierno a la guerra ha hecho, quizás, más daño al sentimiento español de cohesión y unidad nacional que muchos desmanes perpetrados por grupos incontrolados de nacionalismo radical. Por fortuna este país está bastante más sano de lo que parece, de lo que dan prueba las manifestaciones callejeras; y al mismo tiempo dispone de un bipartidismo que abre la vía de una alternativa cuando aquella fuerza política que detenta el poder comete un error grave, o incurre en una falta mortal.