Image: La excepción y la regla

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Opinión

La excepción y la regla

por Eugenio Trías

23 septiembre, 2004 02:00

Videodrome, 2003, de Abraham Lacalle

Se dice de las excepciones que confirman las reglas. O hasta puede pensarse que éstas nacen de aquéllas. Y no sólo en el terreno en el cual la invención posee su propio ámbito, como puede ser el arte, la literatura, la música o la filosofía. También en el terreno de la teoría política se ha intentado derivar de estados excepcionales la fuente primera del derecho y de la ley.

La excepcionalidad -que produce siempre sospechas en toda reflexión jurídico-política, como sucede en el decisionismo de Carl Schmitt- adquiere estatuto insoslayable en el terreno estético; o en general en el ámbito de la invención. En cultura lo excepcional suele ser lo que por regla general se puede cualificar como valioso. Eso sucede en toda cultura, incluso en la nuestra; también ocurre lo mismo en esta sociedad de masas y sociedad del espectáculo que se impone sobre nosotros como destino. También en ella sucede a veces, de manera errática e inesperada, que en el rincón más inopinado de nuestra aldea global surja de pronto lo excepcional.

Y eso ocurre más allá de cualquier obsoleta distinción entre alta, media o baja cultura. Hay ejercicios ultra-comerciales de extraordinaria calidad, o productos kitsch de engolada pretensión de Hochkultur. En este mundo errático, mestizo, complejo y plural en que vivimos ya no tienen vigencia las categorías de los albores de nuestra cultura de masas, características de los años sesenta. Pero hoy como entonces se puede llegar a diferenciar el verdadero gesto o impulso que nos conmueve del estereotipo pretencioso.

En el terreno de la creación la excepción suele adelantarse a la regla, que por lo general se infiere de ella como consecuencia de la premisa. Por eso es inevitable que el término excepción se asocie, una y otra vez, a lo más significativo y relevante que en todos los ámbitos de la cultura pueda llevarse a cabo. Entre la Scilla de un neoliberalismo sin trabas, que no atiende a la excepción ni a la regla, sino tan sólo a la rotación mercantil, y la Caribdis de un intervencionismo estatal siempre inclinado a cuidar su propia clientela, o que usa la coartada de la excepción para dar cohesión al grupo de amigos y de próximos, es necesario hallar un justo medio. Es tan necesario como difícil.

El neoliberalismo, ingenuo o cínico, tiende a creer que el mercado por sí mismo se basta y sobra en su capacidad de regular los valores culturales. Pero la experiencia enseña que son muy pocas las obras o los objetos que satisfacen, a la vez, las demandas de esa rotación mercantil, y los mínimos deseables de calidad y solvencia.

Es del todo excepcional que un gran novelista sea, a la vez, un escritor que arrasa en ventas en todo el mundo y posea una calidad que difícilmente pueda cuestionarse. Se da el caso, desde luego. Pero es eso: una verdadera excepción cultural. Lo normal, la regla, es que suceda más bien algo distinto: que muy buenos objetos culturales (poemas, novelas, piezas musicales) pasen desapercibidos en su tiempo de gestación; y que productos infames, pero seductores a corto plazo, arrasen en esa cultura de grandes superficies y de índices de audiencia que se va imponiendo como regla.

Pero esta reflexión no puede servir de coartada para que un proteccionismo sectario reproduzca esa plaga que es la cultura protegida (por supuesto en referencia a la propia clientela.) Por eso importa pensar en ese círculo vicioso, o en esa contradicción que no parece admitir solución.

La excepción cultural es, justamente, la que no necesita protección: la de aquellos novelistas o cineastas que, por un raro milagro, han podido a la vez contentar a sus mecenas empresariales, al público popular y a la crítica más exigente. No es verdad, que la voz del pueblo sea la voz de Dios. Es falso el aserto vox populi = vox Dei. Son excepcionales los ejemplos en que esa ecuación se cumple. Más bien la regla es la contraria.

Lo que sus contemporáneos aplaudían en Beethoven era una pieza justamente olvidada relativa a la victoria de Wellington. En cambio sus impresionantes cuartetos finales necesitaron un siglo para comenzar a ser comprendidos.
¿Quién se acuerda hoy de Jean Paul, que conmovió a todo el siglo diecinueve alemán? ¿Qué empresario teatral representa a Maeterlink, que suscitó entusiasmos en todo el mundo finisecular? Se recuerdan por su incidencia en obras de creación de otros autores, no por sí mismos.

En el mundo cultural la excepción y la regla tienen siempre carácter ambiguo, jánico. No siempre el mecenas es tan magnífico como lo fueron los príncipes renacentistas italianos. Con demasiada frecuencia el escritor, el artista, el cineasta, tiene que lidiar con el Cardenal Colloredo de turno (el que expulsó de un puntapié, cierto que por persona interpuesta, a Wolfgang Amadeus de su pequeña corte principesca.)

Y lo cierto es que hay mucho Cardenal Colloredo en el mundo de nuestras empresas de arte, de la edición, o de la producción cinematográfica. En el mundo editorial, por ejemplo, se ha impuesto la regla inflacionista de que vale la pena editarlo todo, ya que uno de cada mil volúmenes sacados al mercado puede ser quizás un bestseller. Eso significa que todos los demás (999) viven escasamente unos meses, antes de ser retirados de circulación. Y como es más rentable destruir los volúmenes que almacenarlos, terminan siendo objeto sacrificial (al fuego) de una versión light de lo que en tiempos peores se hizo con el entartenes Kunst, o arte degenerado.

Se impone una protección del libro selecto, de la librería de calidad, o de obras que no pueden competir con El código de Vinci. Es necesario que iniciativas que propulsan la mejor música de hoy reciban apoyo institucional. O que no queden sin rodar los mejores guiones cinematográficos, que a veces, y a despecho de las decisiones comerciales, pueden resultar más beneficiosos desde la lógica mercantil que lo que los empresarios o productores deciden. Pero debe hacerse de una manera que me es difícil imaginar; la tentación sectaria y clientelar está siempre a la vuelta de la esquina. Se impone un gran pacto en cultura entre las grandes formaciones políticas, que evite este espectáculo galdosiano tan lamentable que se produce cada vez que la ruleta de la fortuna modifica el escenario político, con sus secuelas de cesantías y nuevos nombramientos.

En un país donde los políticos sólo saben acercarse a la cultura con criterios de rentabilidad instrumental importa crear un estado de opinión favorable a esos grandes pactos. De este modo puede generarse un necesario contrapeso al salvaje liberalismo que algunos intelectuales, miopes e ingenuos en relación a un capitalismo del que sólo perciben Grandes Virtudes, propugnan como sorprendente panacea.