Image: Mujer placer

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Opinión

Mujer placer

por Gilles Lipovetsky

4 noviembre, 2004 01:00

Uno de los guerreros de Xi’an ya instalado en Madrid, en la Fundación Canal

En su lucha contra la dominación masculina el feminismo de los años sesenta y setenta se vio pronto confrontado con la delicada cuestión del placer. Por un lado, el movimiento de liberación de las mujeres reivindicó, alto y claro, el derecho al placer, el del sexo, naturalmente, pero en un sentido más amplio, el de conducir libremente la existencia, el de vivir para otra cosa que para el hogar, el de tener una actividad propia, el derecho a crear, emprender, estudiar, sin ser la sombra del hombre.

Placeres del cuerpo, de la acción, del movimiento, de una vida más diversa y más libre, desembarazada de los caminos pretrazados por los que la mujer había transitado desde siempre. Por otro lado, las feministas radicales llevaron a cabo un trabajo de deconstrucción teórica de la problemática del placer femenino, tal como las teorías freudianas lo habían conceptualizado. Preciso es constatar que Freud cometió el error de analizar la sexualidad femenina a partir de un modelo masculino, y por lo tanto el neofeminismo se embarcó en esclarecer lo propio de un Eros femenino, sin límites fijos, táctil, fluido y múltiple, jamás idéntico a sí mismo: "La mujer tiene sexo un poco por todas partes, ella goza un poco por todas partes", escribió Luce Irigarai.

Mientras que el placer sexual femenino fue estudiado en su dimensión plural y descentrada, los otros tipos de placeres dieron lugar a un número reducido de análisis, sin duda porque se relacionaron en cierto modo con el estatus tradicional de la mujer. Siendo así que la seducción, la voluptuosidad, la sensualidad, fueron interpretadas más como figuras de opresión que como experiencias de goce. Ironías de la época, en nombre de la liberación de las mujeres, desde algunos sectores feministas se reproducía la culpabilización inmemorial del placer femenino.

De ahí el interés y la novedad del libro de Lourdes Ventura. Feminista, sus reflexiones se enmarcan en el moviento comenzado hace tres o cuatro décadas: las mujeres sienten necesidad de pensarse, de releer su historia, de explicarse a ellas mismas contra los estereotipos asfixiantes de la tradición, los mass media o el mercado. Pero esta tarea Lourdes Ventura la lleva a cabo no tanto como una teórica o una militante de los derechos de las mujeres, sino como una escritora que invierte los lenguajes de la literatura, la sociología, la psicología, la historia o la comunicación. Decir los placeres en femenino, evocarlos y pensarlos: resbalar por las voluptuosidades, recordarlas para despertar la conciencia; invitar a la interrogación, sin imposiciones sistemáticas. Por tanto, hay que destacar el aspecto iluminador de este libro, acorde a lo ingobernable del placer, siempre fluctuante, diverso, múltiple.

De estos placeres se nos habla sin espíritu de sospecha, sin voluntad de heroísmo o de dramatización. Su Mujer Placer no es la "mujer de placer" deseada y despreciada por los hombres desde la noche de los tiempos, es la mujer que ama los placeres de la vida, sin tener que justificar ese derecho. Es también la mujer que disfruta al escribir sobre el placer. Desde este punto de vista, la autora se sitúa en la vía de Barthes, esa del placer del texto, de las narraciones literarias y otros reencuentros de citas cruzadas. Nos encontramos ante un laberinto hecho de interpretaciones y de ficciones: Lourdes Ventura habla del placer de las mujeres con su pluma de narradora, sin maniqueísmos, con brillantez, para la felicidad de un viaje por las palabras y los sentidos. Una bella Odisea vagabunda del placer, Odisea de los tiempos hipermodernos en la que la autora se reconoce más en el papel de Ulises que en el de Penélope.

La Mujer Placer aparece en las antípodas de las posiciones de ciertas feministas norteamericanas que siguen clamando la opresión de las mujeres y la "guerra de los sexos". Ventura no ignora esa dimensión del problema (ella es la autora de un texto crítico y sin concesiones: La tiranía de la belleza), pero se niega a pensar exclusivamente la condición femenina en términos de manipulación y de despotismo falocrático. Existe otro aspecto que no es la "parte maldita" de Bataille, sino más bien la "parte lúdica" o la "parte irónica" de las mujeres. En ningún lugar los hombres se describen como opresores o violadores sistemáticos, tampoco vemos en parte alguna que se exalten las mujeres como "el porvenir del hombre".

Escritora posmoderna, Lourdes Ventura pone en juego acertadas referencias literarias, observa los escenarios de la pasión y las seducciones, descubre las artimañas del placer y de las apariencias. Recusando los grandes combates maniqueos y la diabolización de los hombres, la autora se enmarca, a mis ojos, en lo que yo he llamado feminismo irónico.

El feminismo irónico no aparece sobre un terreno virgen, sin conexión con la dinámica cultural de las democracias occidentales. Debe ser vinculado a un fenómeno mucho más amplio, engranado a lo largo de los años sesenta y setenta, y que ha generado una relación inédita de las mujeres con el humor y la risa. Desde esos dispositivos, los análisis de Lourdes Ventura resultan reveladores e ilustran la evolución de un feminismo exclusivamente victimista a un feminismo irónico hipermoderno.

Durante mucho tiempo la risa y el humor femeninos estuvieron constreñidos por reglas y convenciones más o menos estrictas. En particular, en los salones burgueses, la risa femenina tenía que ser comedida, sensata, no excesiva ni delirante. La risa explosiva estaba asociada a la vulgaridad y a la obscenidad. Las mujeres podían ciertamente bromear, pero el actor principal de la risa era el hombre. Existían determinadas experiencias y situaciones que no debían ser mencionadas por las mujeres, ni siquiera para tomarlas a broma (salvo en los medios populares, donde las mujeres se reían entre ellas de las debilidades del otro sexo).

Este contexto ya no es el nuestro. A partir de ahora no hay "cuestiones" prohibidas. Las mujeres pueden reír e ironizar sobre todos los temas, incluido el cuerpo, el sexo, el placer y los hombres. En el pasado, les era permitido reír junto con los hombres de algunas dianas recurrentes: el cornudo, el avaro, la suegra. Hoy cada vez más las mujeres se ríen de sí mismas, entran ellas en escena, burlándose de sus deseos, su imagen, su situación, etc. En las sociedades individualistas nos reímos de nosotros mismos tanto como de los otros. Reírse de sí es uno de los signos del avance del individualismo femenino. Al mismo tiempo, la época en la que los hombres debían convertirse en actores para hacer reír a las mujeres espectadoras, y en la que los "chistes groseros" se hacían exclusivamente entre las mujeres de las clases populares, ese momento se aleja de nosotros. En la actualidad las mujeres bromean tanto con los hombres como con las otras mujeres, y no quieren ser asimiladas a un público pasivo al que hay que distraer.

La situación ha cambiado tanto que cada vez vemos a más actrices cómicas en el cine, en el teatro, en los espectáculos musicales. El humor femenino se ha convertido en una profesión en igualdad con el hombre. Y en ese marco, las actrices hacen gags, gesticulan, juegan con lo burlesco, los sinsentifos, el exceso, la extravagancia y lo delirante. La vieja prohibición que pesaba sobre la risa femenina ha desaparecido en gran medida: ha dejado de ser un sinónimo de vulgaridad o de mujeres de mala vida, para convertirse en una figura hipermoderna de libertad.

[La semana próxima aparece La mujer placer (Belacqua) de Lourdes Ventura]