Image: Los príncipes concordes

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Opinión

Los príncipes concordes

por Rafael Sánchez Ferlosio

20 enero, 2005 01:00

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La editorial Destino lanza a la calle El geco, libro de fragmentos y relatos, hasta ahora desperdigados, del último premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio. "Los príncipes concordes" es, de todos ellos, el único rigurosamente inédito y resume maravillosamente las obsesiones históricas y narrativas de la prosa bien tensada de Sánchez Ferlosio. El escritor narra aquí las disputas que mantienen Grágidos y Atánidas sobre la construcción de un puente sobre el río Barcial. Así comienza.

Las guerras barcialeas se llamaron así por el río Barcial, que más como línea espontánea de encuentro y de fricción que como frontera concordemente convenida y acatada separaba desde los tiempos más antiguos los territorios de hecho de los dos pueblos contendientes: los Grágidos y los Atánidas. Era un río caudaloso, peligroso, de impróvidos deshielos y largos estiajes, y extremamente enrevesado en el tercio final del trayecto que separaba a los dos pueblos, más allá de los cuales, y después de romperse en la sucesión de cataratas que llamaban La Escalera del Escombro, aun corría muchas tierras hasta la desembocadura, sirviendo casi siempre, al igual que aguas arriba de los Grágidos y los Atánidas hasta el más alto manantial, de límite más o menos aceptado o discutido entre pueblos diferentes. Dotado en muchos puntos de un servicio de balsas permanente, con un tráfico personal y mercantil que ni en tiempos de guerra o de crecida se llegaba a interrumpir del todo, disponía, sin embargo, entre los Grágidos y los Atánidas, de un único puente de treinta y dos ojos y deforme construcción. Fue trazado y construido en la Tercera Paz, es decir, la que sucedió a la Tercera Guerra Barcialea (pues no llamaban paz a la concordia primitiva que precedió a la primera de estas guerras, considerando que el propio nombre "paz" no preexistía a la guerra y a su nombre), y gracias a las gestiones de los príncipes Arriasco de los grágidos y Espel de los atánidas. Estos dos príncipes empezaron a reinar el mismo día del mismo año, lo que en aquellos primitivos tiempos, todavía respetuosos de los signos o acaso simplemente astutos para aprovecharse de cualquier pretexto simbólico capaz de dar un rostro fidedigno a sus vergonzantes deseos de paz y de amistad, pudo contribuir bastante a la concordia, y murieron con quince días de diferencia, Arriasco por su propia ancianidad y Espel atravesado por el hierro en la batalla que a la vuelta de apenas esos días hubo de combatir con los diarcas Caserres y Obnelobio, hermanos gemelos, hijos y sucesores de su amigo; batalla con la que empezó y terminó la Cuarta Guerra Barcialea y en que se vieron por primera vez manchados de sangre, y de la sangre de uno de sus promotores, las losas del puente que la amistad entre ambos príncipes había logrado tender entre las dos orillas del Barcial.

Ninguno de los dos pueblos, sin embargo, había llegado a mirar con entusiasmo esta amistad ni en vida de los príncipes ni en tiempos posteriores. Así podía observarse todavía en los textos mismos, donde ya desde la simple narración de la entrevista en que, a la semana escasa de subir al trono, llegaron a conocerse los dos príncipes, todos los testigos se complacían en mayor o menor grado en prodigarse en insignificantes promenores descriptivos, en cuya simple simple minuciosidad se percibía ya un tono displicente cual si a través de la ociosa nimiedad de la propia descripción se pretendiese hacer aparecer falta de seso, pueril, inconsistente, la actitud misma de los protagonistas. Había un lugar en el Barcial, conocido por el Vado de la Bola, a causa de un canto rodado perfectamente esférico encontrado en el lecho mucho tiempo atrás y que aún se enseñaba por entonces en la casa de un barquero atánida (de la que más tarde habría de ser robado, nadie sabe cómo, para jamás volver a aparecer), lugar por el que en años de estiaje acentuado podía cruzarse a pie enjuto de una orilla a otra si se tenía agilidad para saltar de piedra en piedra en algún trecho del centro, por donde nunca dejaban de correr someras vetas de agua lánguida y caliente; allí fue, pues, donde se conocieron los dos príncipes, Arriasco en edad de cuarenta años y Espel dieciocho años más joven (o sea un poco mayor que los primogénitos del grágido, los gemelos, que habrían de matarlo cuarenta años después y el día en que, con el amigo, muriese la amistad), y todos los testimonios del encuentro coincidían en contar de qué manera, después de haber consumido cordialmente la comida bajo los eucaliptus de la orilla grágida, decidieron de pronto atravesar a pie el mal andadero y ancho pedregal del álveo en estiaje, en todo el ardiente sol del mediodía, hasta la orilla atánida, deteniéndose todos los testigos, de uno u otro modo, en detallar cómo se adelantaron los dos juntos, ligeros y animosos sobre el candente y cegador reverbero de los cantos; cómo avanzaban recogiéndose con la mano izquierda las túnicas por cima del tobillo, mientras alternativamente se ofrecían la derecha el uno al otro en los pasos inseguros; cómo de vez en vez espantaban con el pico del manto las raudas y vibrantes bandas de moscardas que a su paso se iban levantando, en súbito y unánime zumbido, de los mechones de algas muertas y semiputrefactas pegadas al reseco pedregal; cómo, ya en la otra orilla, solicitaron ver y examinar el famoso canto esférico, del que tomaban nombre el vado, la balsa y el camino y que era de piedra negra, poco menor que una cabeza humana; cómo se admiraron de él y lo estuvieron palpando y sopesando, sin llegar a soltarlo hasta que hubo pasado diez o doce veces de las manos del uno a las del otro, para echarlo, por último, a rodar sobre una superficie lisa y plana, a fin de constatar la perfección de su esfericidad, y cómo, finalmente, se entretuvieron discurriendo sobre cuál país de aguas arriba podría criar la roca negra, desconocida en sus países, de la que semejante piedra pudiese haberse desprendido y sobre si podría tal vez no ser obra fortuita de la naturaleza, sino deliberada producción de hombres, pese a que no existían, que se supiese, por entonces, ni aun en sus propios pueblos -y tanto menos, por ende, en los de aguas arriba del Barcial-, técnicas ni medios para llevar a cabo un trabajo tan exacto y primoroso. La reticencia narrativa de pararse con tan improcedente minuciosidad en la reseña de estas simples insignificancias anecdóticas -por lo demás indiscutiblemente ciertas, dada la coincidencia entre los conmemores testigos grágidos y atánidas- dejaba traslucir la desdeñosa mirada por la espalda que los estuvo siguiendo en cada uno de sus pasos, y que revestía la imagen de los príncipes y la de su intempestiva y rápida amistad de cierto aire infantil, suscitando o queriendo suscitar sobre ellos el descrédito y el menosprecio de las gentes; pero precisamente en esos datos, y a despecho del ánimo con que habían sido registrados, se conservaba, saltando por encima de la intención de los testigos y aun triunfando sobre ella, el fiel y vivaz retrato de las figuras gentiles, activas, sonrientes, de los que más adelante habrían de ser llamados los príncipes concordes.

Aquel mismo día quedó prospectada entre los dos la idea de un puente que uniese ambas orillas del Barcial. Ya por aquel entonces el tráfico entre los dos pueblos había llegado a hacerse demasiado grande para seguir confiándolo a las balsas, ya lentas por sí mismas pero además expuestas en los meses de crecida a interrupciones del servicio, con la consiguiente acumulación de mercancías que costaba después días y días de incesante trasiego de los abnegados pertiqueros hasta poder ser evacuada y despejada, o bien daba lugar a que los mercaderes más audaces y ambiciosos recurriesen a los barqueros de fortuna, independientes del servicio regular, que no estando sujetos como éste a tarifas ni a normas de prudencia se aventuraban a pasar con grandes riesgos, impulsando la balsa sobre las amenazas ondas del Barcial, a cuya corriente tenían que abandonarla incluso, después de un vigoroso impulso, durante el trecho más o menos breve en que las pértigas no tocaban fondo; el peligro, pues, no era tanto la doblada violencia del río en las crecidas cuanto que la subida del nivel impedía gobernar la balsa desde a bordo en todo el ancho de la travesía, pues ni habría habido brazo capaz de manejar y dominar la pértiga que para ello se habría requerido ni se habría encontrado árbol que ofreciese ramas de tanta longitud.