Image: La mujer justa

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Opinión

La mujer justa

por Sándor Márai

3 marzo, 2005 01:00

El IVAM valenciano trae a Madrid, a la Fundación Astroc, su colección de fotografía. Éste de Grete Stern, de 1950, es uno de los 70 retratos que se exponen hasta el 27 de marzo

¿Quieres que te cuente cómo era la vida en aquella casa tan refinada donde yo servía? Está bien, te lo contaré. Pero te advierto que lo que voy a contarte no es ningún cuento sino aquello que en los libros de texto llaman "historia". Ya sé que las letras y el colegio nunca han sido lo tuyo. Pero escúchame de todos modos. Porque el mundo del que voy a hablarte ya no existe. Igual que ya no existen los antiguos magiares, que recorrían el mundo a lomos de sus caballos reblandeciendo la carne bajo sus sillas de montar y llevaban siempre el yelmo y la armadura, y vivían y morían en ellas...

Pues mis señores también eran figuras históricas, como árpád y los siete caudillos, si es que aún te acuerdas de lo que aprendiste en la escuela del pueblo... Voy a sentarme aquí, en la cama, a tu lado. Dame un cigarrillo. Gracias. Me gustaría explicarte por qué no me sentía a gusto en aquella casa tan refinada. Aunque ellos fueron realmente buenos conmigo. La ilustre señora me trataba como a una huérfana, ya sabes a lo que me refiero, como a una pobre y pequeña criatura indefensa, una pariente pobre que los ricos acogen. Y esa familia benefactora hace todo lo posible para que la advenediza no tenga muy presentes sus miserables orígenes. Puede que fuera esa bondad lo que más me enfurecía.

Con el ilustre señor hice las paces muy pronto. ¿Sabes por qué? Porque era un malvado... él fue el único de la familia que nunca fue bueno conmigo. Nunca me llamaba Juditka. No me hacía regalos baratos ni me daba objetos desechados por él, como hacían la ilustre señora o el señorito, que luego se casó conmigo y me regaló el título nobiliario de la misma manera en que la ilustre señora me había regalado su viejo y despeluchado abrigo... el título de consejero superior del gobierno, que él despreciaba y ni siquiera utilizaba. No podías llamar ilustre señor a mi marido, había que llamarlo sencillamente señor doctor... pero a mí sí que me decían ilustre señora cuando nos casamos. Y mi marido no decía nada, aguantaba con expresión un tanto irónica que el servicio me llamara ilustre precisamente a mí, parecía que le divertía que los otros, aquellos necios, aún se tomaran en serio esas cosas...

El ilustre señor era diferente. él sí dejaba que lo llamásemos ilustre porque era un hombre práctico y sabía que la inmensa mayoría de las personas no sólo es avara sino además estúpida y orgullosa, y que no se puede hacer nada para remediarlo... El señor nunca pedía. él sólo daba órdenes. Cuando yo hacía algo mal soltaba tal gruñido que a mí del susto se me escapaba la fuente de las manos. Cuando me miraba empezaban a sudarme las palmas de las manos y me ponía a temblar como una hoja. Tenía la misma mirada que las estatuas de bronce que se ven aquí, en las plazas italianas... Te habrás fijado en esas estatuas de principios de siglo, cuando ya erigían estatuas de bronce hasta a los burgueses... a tipos barrigudos, con levitas y pantalones mal planchados, es decir, a los patriotas, que no han hecho otra cosa en la vida sino levantarse por las mañanas y servir a la patria hasta la noche... o como ese al que levantaron una estatua por haber fundado la primera carnicería de carne de caballo de la ciudad... y los pantalones esculpidos en bronce están tan arrugados como en el original, cuando eran de tela... Pues el viejo señor tenía la misma mirada de bronce de principios de siglo cuando observaba el mundo que lo rodeaba, como los antiguos y verdaderos burgueses de las estatuas. Yo para él era aire, como si no fuera una persona sino sólo una pieza de una máquina. Cuando le llevaba el zumo de naranja a la habitación... porque los señores tenían unas costumbres muy particulares: empezaban el día con un zumo de naranja y seguían con una taza de té solo antes de la gimnasia y del masaje, y sólo entonces desayunaban de veras en el comedor, y llenaban bien la panza, pero con tanta ceremonia que aquello parecía la misa de Pascua en el pueblo... pues cuando le llevaba el zumo de naranja nunca me atrevía a mirar ni de reojo hacia la cama en la que el ilustre señor estaba tumbado, leyendo a la luz de una lámpara.

El viejo en aquella época aún no era tan viejo. Y ahora puedo decir que a veces, cuando le ayudaba a ponerse el abrigo en el oscuro recibidor, me daba un pellizco en las nalgas o me tiraba un poco de la oreja... daba señales inequívocas de que yo le gustaba y de que la única razón por la que no se aprovechaba de mí era que él era un señor de clase y consideraba indigno tener una relación con una criada de la casa. Pero yo, que era la criada, no pensaba así, de ningún modo... Si el viejo hubiera insistido en obtener algo de mí seguro que yo habría obedecido... sin querer, sólo porque sentía que no tenía ningún derecho a protestar si un hombre tan poderoso y severo quería algo de mí. Probablemente él pensaba lo mismo y se habría sorprendido mucho de encontrar resistencia por mi parte.

Pero nunca se dio el caso. él era el señor y punto, por eso las cosas iban como él quería. Ni en el delirio de la fiebre se le habría pasado por la cabeza que también se me podía tomar por esposa. Y nunca, ni en sus sueños más recónditos, se preguntó si habría sido correcto o incorrecto llevarme a la cama. Por eso me gustaba más servirlo a él. Yo era joven y estaba sana, con mi cuerpo y mis instintos podía sentir y casi oler la salud, y me mantenía alejada de todo lo que estuviera enfermo. El viejo todavía era un hombre sano. Su mujer y su hijo... sí, el que más tarde se casó conmigo... ya estaban enfermos. Yo todavía no era consciente de eso, pero lo presentía.

Porque todo era peligroso en aquella bonita casa. Durante mucho tiempo mantuve los ojos bien abiertos, como cuando de pequeña me llevaron al hospital. Para mí el hospital fue una gran experiencia, tal vez la más bonita, la más importante de toda mi infancia. Me había mordido un perro aquí, en el gemelo, y el médico del pueblo no permitió que mis padres intentaran curarme la mordedura en aquel hoyo... ni que me vendaran la herida con trapos... Mandó a un guardia municipal a buscarme y me obligó a ingresar en el hospital.

El hospital del pueblo más cercano estaba en un edificio antiguo, pero a mí me pareció un lugar maravilloso, un castillo encantado sacado de un cuento. Allí dentro todo me parecía interesante y espantoso... ¡Incluso el olor, ese olor a hospital de pueblo, era emocionante! Y agradable, nuevo, completamente diferente del olor del hoyo, de la caverna subterránea en la que mis padres, mis hermanos y yo vivíamos como animales, como el hurón o el topo, o el ratón de campo. Me pusieron una vacuna contra la rabia, unas inyecciones muy dolorosas, pero ¡qué me importaban a mí las inyecciones y la rabia! Observaba noche y día lo que pasaba a mi alrededor, en la sala común donde estaba acostada junto a suicidas fallidos, enfermos de cáncer y epilépticos. Mucho tiempo después, en París, vi un grabado muy hermoso que representaba un hospital francés antiguo, de la época de la revolución, una gran sala con arcadas en la que había un montón de gente harapienta sentada en las camas. Era la misma atmósfera irreal del hospital donde pasé los días más felices de mi infancia, los días en que temían que hubiera cogido la rabia. Pero no la cogí, me curaron antes. O al menos no la tuve en aquel momento y no como se describe en los libros. Pero es posible que quedara en mí algo del veneno de la rabia... luego lo he pensado a veces. Dicen que los seres que tienen la rabia siempre tienen sed, pero al mismo tiempo tienen miedo al agua...

[Con La mujer justa (Salamandra), regresa esta semana a las librerías españolas el mítico Sándor Márai.]