Image: La idea de Europa

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Opinión

La idea de Europa

por George Steiner

1 septiembre, 2005 02:00

Reboredo y Sañudo

Los pararrayos tienen que estar conectados a la tierra. Hasta las ideas más abstractas y especulativas deben estar ancladas en la realidad, a la esencia de las cosas. ¿Qué sucede, pues, con la "idea de Europa"? Europa está compuesta de cafés. éstos se extienden desde el café favorito de Pessoa en Lisboa hasta los cafés de Odesa frecuentados por los gangsters de Isaak Bábel.

Van desde los cafés de Copenhague ante los cuales pasaba Kierkegaard en sus contrados paseos hasta los mostradores de Palermo. No hay cafés primeros ni determinantes en Moscú, que es ya un suburbio de Asia. Muy pocos en Inglaterra después de una moda pasajera en el siglo XVIII. Ninguno en Norteamérica fuera del puesto avanzado galo de New Orleans. Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores esenciales de la "idea de Europa".

El café es un lugar para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el cotilleo, para el flâneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno. Está abierto a todos; sin embargo, es también un club, una masonería de reconocimiento político o artístico-literario y de presencia programática. Una taza de café, una copa de vino, un té con ron proporcionan un local en el que trabajar, soñar, jugar al ajedrez o simplemente mantenerse caliente todo el día. Es el club del espíritu y la poste-restante [apartado de correos] de los homeless. En el Milán de Stendhal, en la Venecia de Casanova, en el París de Baudelaire, el café albergó a la oposición política que existía, al liberalismo clandestino. Tres cafés principales de la Viena imperial y de entreguerras ofrecieron el ágora, el centro de la elocuencia y la rivalidad, a escuelas contrapuestas de estética y economía política, de psiconalálisis y filosofía. Quienes quisieran conocer a Freud o a Karl Kraus, a Musil o a Carnap, sabían exactamente en qué café buscarlos, en qué Stammtisch [mesa] se sentaban. Danton y Robespierre se reunieron por última vez en el Procope. Cuando las luces se apagaron en Europa, en agosto de 1914, Jaurès fue asesinado en un café. En un café de Génova escribe Lenin su tratado sobre empirocriticismo y juega al ajedrez con Trotski.

Obsérvense las diferencias ontológicas. Un pub inglés, un bar irlandés tienen su propia aura y sus mitologías. ¿Qué sería de la literatura irlandesa sin los bares de Dublín? Si no hubiera existido la Museum Tavern, ¿dónde se habría tropezado el Dr. Watson con Sherlock Holmes? Pero no son cafés. No tienen mesas de ajedrez, ni periódicos gratuitos en sus perchas, a disposición de los clientes. Sólo muy recientemente se ha convertido el propio café en una costumbre pública en Gran Bretaña, y conserva su halo italiano. El bar americano desempeña un papel vital en la literatura y el eros norteamericano, en el carisma icónico de Scott Fitzgerald y Humphrey Bogart. La historia del jazz es inseparable de él. Pero el bar americano es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad, de la presencia de mujeres, bien sea esperada, soñada o real. Nadie escribe tomos sobre fenomenología en la mesa de un bar americano (compárese con Sartre). Hay que pedir nuevas bebidas si uno quiere seguir siendo bienvenido. Hay "gorilas" para expulsar a los no deseados. Cada uno de estos rasgos define un ethos radicalmente distinto del propio del Café Central, el Deux Magots o el Florian. "Habrá mitología mientras haya mendigos", dijo Walter Benjamin, un apasionado entendido en cafés y peregrino entre ellos. Mientras haya cafés, la "idea de Europa" tendrá contenido.

Europa ha sido y es paseada. Esto es fundamental. La cartografía de Europa tiene su origen en las capacidades de los pies humanos, en lo que se considera son sus horizontes. Los hombres y mujeres europeos han caminado por sus mapas, de aldea en aldea, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. La mayoría de las veces, las distancias poseen una escala humana, pueden ser dominadas por el viajero a pie, por el peregrino a Compostela, por el promeneur, ya sea solitario, ya gregario. Hay trechos de terreno árido, intimidatorio; hay ciénagas; se elevan altas cumbres. Pero ninguna de estas cosas constituye un obstáculo definitivo. No hay sáharas, no hay badlands, no hay tundras impracticables. Los tramos montañosos tienen sus refugios como los parques tienen sus bancos. Los Holzwege [caminos de bosque] de Heidegger guían por el más tenebroso de los bosques. Europa no tiene ningún Valle de la Muerte, ninguna Amazonia, ningún "outback" intransitable para el viajero.

Este hecho determina una relación esencial entre la humanidad europea y su paisaje. Metafóricamente -pero también materialmente-, ese paisaje ha sido moldeado, humanizado por pies y manos. Como en ninguna otra parte del planeta, a las costas, campos, bosques y colinas de Europa, desde La Coruña hasta San Petersburgo, desde Estocolmo hasta Messina, les ha dado forma no tanto el tiempo cronológico como el humano e histórico. En el borde del glaciar está sentado Manfredo. Chateaubriand declama en los cabos peñascosos. Nuestros campos, estén cubiertos de nieve o en el amarillo mediodía del verano, son los que conocieron Brueghel o Monet o Van Gogh. Los bosques más umbríos contienen ninfas o hadas, ogros o pintorescos ermitaños. Al viajero nunca le parece estar muy lejos del campanario del próximo pueblo. Desde tiempo inmemorial, los ríos han tenido vados, vados incluso para bueyes, "Oxfords", y puentes para bailar en ellos, como el de Avignon. Las bellezas de Europa son totalmente inseparables de la pátina del tiempo humanizado.

Una vez más, la diferencia con Norteamérica, mucho más con áfrica y Australia, es radical. Uno no va a pie de una población americana a la siguiente. Los desiertos del interior australiano, del suroeste americano, los "grandes bosques" de los estados del pacífico o de Alaska, son casi impracticables. La magnificencia del Gran Cañón, de los pantanos de Florida, de Ayer’s Rock, en la inmensidad australiana, es la de un dinamismo tectónico, geológico, casi amenazadoramente irrelevante para el hombre. De ahí la sensación, con frecuencia expresada por turistas que viajan desde Europa al Nuevo Mundo o a las Antípodas, de que los paisajes europeos han ido a la manicura, de que sus horizontes sofocan. De ahí la sensación de que los "grandes cielos" americanos, surafricanos, australianos, son desconocidos en Europa. A ojos americanos, incluso las nubes europeas pueden parecer domesticadas: atestadas están de antiguos dioses con vestiduras de Tiépolo.

Algunos elementos integrantes del pensamiento y la sensibilidad europeos son, en el sentido originario de la palabra, "pedestres". Su cadencia y su secuencia son las del caminante. En la filosofía y en la retórica griegas, los peripatéticos son, literalmente, los que viajan a pie de una polis a otra, aquellos cuyas enseñanzas son itinerantes. En la métrica y en las convenciones poéticas de Occidente, el "pie", el "compás", el enjambement [encabalgamiento] de versos o estrofas nos recuerda la estrecha intimidad que existe entre el cuerpo humano recorriendo la tierra y las artes de la imaginería. Buena parte de la teorización más incisiva es generada por el acto de caminar.

[La idea de Europa, de George Steiner, aparece la semana que viene en Siruela.]