Opinión

Juegos de la edad tardía

por Luis Landero

3 noviembre, 2005 01:00

Teniendo dos vidas a las que atender -la objetiva y la imaginaria-, el protagonista de Juegos de la edad tardía , Gregorio Olías se convierte por fuerza en un impostor. Pero su impostura no es nunca gratuita: él no inventa nada que no estuviese ya sugerido en sus sueños de juventud, nada que no hubiese sido en su origen un proyecto sincero y con vocación de realidad. Es decir: no miente impunemente.

Se limita a actualizar, o a retomar, sus antiguos afanes, que no por viejos han perdido ni mucho menos su vigencia, sino que están ahí, esperando la ocasión de una nueva algarada que les devuelva la primogenitura que perdieron al mismo tiempo que la juventud...

Claro está que la historia de este personaje es autónoma y ajena por completo a la mía, pero ya puestos al chismorreo biográfico, supongo que aproveché ciertas experiencias personales para perfilar la carrera de impostor de mi héroe. De algún modo, yo he vivido a menudo inadaptado a los ambientes, y a veces eso me ha obligado, o me ha condenado a un cierto simulacro. En el pueblo, yo era hijo de campesinos, y eso se notaba en mi modo de hablar y de vestir. Pero, en el campo, yo era alguien que estudiaba y que estaba predestinado a una vida urbanita. Así que no era ni una cosa ni otra. Tampoco fui -fuimos- emigrantes al uso. Mi padre era un campesino de mediano acomodo -tenía algo de "capital", como se decía entonces y ya nunca se dice- y, si emigró, no fue por él, sino por sus hijos, y por la fascinación que ejercía en él la ciudad y el progreso. Eso nos confirió a todos una cierta excentricidad. En el barrio, yo tenía amigos finos, hijos de gente fina: profesores, militares, oficinistas... Pero (como era mal estudiante, mi padre me sacó del colegio con 14 años y me puso al tajo) también otros que era repartidores de tiendas, aprendices, botones.... (Dicho sea al paso, mi primer trabajo fue de chico de ultramarinos, en unas mantequerías muy buenas que había en pleno corazón del barrio de Salamanca. Allí trabajaban cinco o seis empleados, y no sé por qué todos eran calvos o camino de serlo, todos muy estirados, muy solemnes, muy relamidos al hablar, y vestidos todos con unas batas blancas, que llevaban siempre inmaculadas. Yo me encargaba de los repartos a domicilio. Vestía una media bata gris y empujaba un carrito de hierro -y me acuerdo bien que era de hierro porque en los días de invierno las manos se te quedaban pegadas y agarrotadas en el manillar, y aquel era un frío que ya no había modo de quitarse en todo el día de encima. Ese repartidor y ese carrito aparecen en Juegos, sólo que yo tenía 14 años y Olías andaba ya por los 46. Y cuando llegaba a casa, allí estaba mi padre: ¡Qué! ¿Has pensado ya lo que quieres ser de mayor? Pero a mí lo único que me gustaba de verdad era la vida del barrio. Decir el barrio era decir los amigos, las chicas, el cine, las motos, los bailongos, el tabaco rubio americano fumado con arte de actor de cine negro, y el andar sin ley y a la ventura por aquel mundo inagotable y fascinante que era entonces la Prospe. También me gustaba la poesía, lo cual ponía en mí una nota anómala, y me otorgaba, dentro de la tribu, un cierto estatus de hechicero. Mis versos eran crónicas tremendistas, o delicadamente cursis, sobre el carácter malvado del mundo, de las mujeres particularmente, sobre el destino aciago que acaso nos aguardaba a algunos de nosotros... La tribu fumaba alrededor y cabeceaba sobrada de experiencia.

Vivíamos en esa edad incierta y trascendente en que Pureza y Corrupción juegan sus bazas ya definitivas, y ninguno, que yo recuerde, tenía entonces conciencia política. Sabíamos, sí, que vivíamos en una dictadura. Pero el dictador habitaba en un palacio, lejos, y no nos concernía: eso creíamos. Nuestros verdaderos dictadores eran nuestros padres, nuestros oficiales y capataces y jefes de sección o de taller. Todavía no habíamos descubierto -y algunos no lo descubrirían nunca- el laberinto de complicidades en que se asienta todo despotismo).

Y a lo que iba. Para mis amigos finos, yo era una especie de macarra de la Prospe. Para mis amigos macarras, yo era una especie de intelectual. Siempre fui el que peor vestía entre unos y el más elegante para otros. Luego me hice guitarrista (yo tenía 16 años y trabajaba por entonces en CLESA, central lechera, y la guitarra fue un modo de escapar del negro mundo laboral, que ya se cerraba sobre mí). Llegué a ser un buen guitarrista flamenco. Pero seguía escribiendo y estudiando asignaturas descabaladas del bachillerato. Entre guitarristas y gente de la farándula, yo era poeta y estudiante (es decir, no acababa de ser uno de los suyos), y entre estudiantes y demás, pasaba por guitarrista.

Cuando acabé Filología Hispánica, me fui a París a tocar la guitarra en un restaurante típico español. Pero mi mejor y verdadera actividad era escribir, y leer, sobre todo a Virgilio y a Juan Carlos Onetti, que era dos de mis autores favoritos de entonces. Tenía incluso la vaga pretensión de hacer con la Eneida algo parecido a lo que Joyce había hecho con la Odisea. Mi francés eran algunas frases sobrevivientes al naufragio de un bachillerato desganado y errático. Sin embargo, mejoré en esa época mi latín, lo cual parece un claro signo de inadaptación. Por lo demás, había en esos meses un brote de xenofobia en Francia, y los cachorros neonazis habían tirado ya al Sena a dos turcos, y no sé si a algún que otro portugués. Recuerdo que, para disimular mi estampa latina, caminaba por París con La vida breve o con la Eneida camuflados en las pastas de un libro de Maurois. Conocí a algunos intelectuales (yo era para ellos, naturalmente, un guitarrista, un elemento más o menos folclórico), en tanto que entre músicos y artistas ocurría al revés: yo era sobre todo un intelectual, que además sabía latín.

Cuando volví a España, necesitaba con urgencia algún trabajo y se me presentó la posibilidad de ejercer como profesor ayudante en el departamento de Filología Francesa de la Complutense. Sabes bien francés, ¿no?, me preguntaron, dándolo por hecho. Y a mí me salió una respuesta bastante airosa, que decía mucho y no comprometía a nada: "Viví en París". Como me exigían también la tesina, en diez días escribí casi 200 folios, que titulé rumbosamente Algunos aspectos de la narrativa de Juan Carlos Onetti , de la cual más vale no acordarse. Allí estuve dos años, ocupándome de la biblioteca, dando de vez en cuando alguna clase de literatura comparada (siempre en español y de obras españolas), y llevando en general una vida clandestina, casi de impostor. Me gané fama de persona lacónica, circunspecta, y no sé si algo huraña. Y fue allí donde empecé a vislumbrar lo que podía ser mi primera novela.

Como quien trata de tocar una melodía, yo pulsaba de vez en cuando un acorde y me quedaba absorto en sus ecos. Durante muchos años, desde mi más temprana adolescencia, el gran objetivo de mi vida había sido aprender a escribir, y luego a novelar. Era como si hubiese estado allegando destrezas y herramientas para intentar conquistar ese oscuro mundo de fantasía real que yo sentía muy adentro del corazón, y donde la conciencia no hacía pie, y que ahora parecía querer objetivarse y tomar forma... Mi pasado, convertido en ficción independiente y soberana, me salía ahora al encuentro.

Para celebrar los 10 años de Juegos de la edad tardía , el libro que consagró a Landero, Tusquets lo reedita con un nuevo prólogo al que pertenece este texto.