Opinión

Ortega y la España oficial

por Ricardo Senabre

1 diciembre, 2005 01:00

Hace cincuenta años moría en Madrid Ortega y Gasset. Las autoridades del momento procuraron que el hecho no trascendiera excesivamente y exigieron a los periódicos limitar la información a la noticia escueta del fallecimiento y a unos pocos datos biográficos.

Sólo ABC fue autorizado a publicar un suplemento con diversas colaboraciones acerca de la figura del pensador desaparecido, e incluso con una fotografía de la mascarilla mortuoria. La presencia en el entierro del ministro de Educación -que tuvo que soportar el airado desaire de algunos familiares de Ortega- no logró atenuar el descontento que manifestaban muchos de los asistentes al acto ante la palmaria frialdad de un gobierno que parecía más aliviado que entristecido por la desaparición de una figura insigne, cuya presencia constante había dejado huellas profundas en la vida intelectual española durante medio siglo. Porque ya entonces era evidente lo que ni los silencios oficiales ni las reticencias de encargo encomendadas a ciertos profesores y a periodistas sumisos podían ocultar: con Ortega se enterraba un escritor impar, absolutamente indisociable del impulso colectivo que permitió a España situarse en el plano cultural, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, a la altura de los tiempos, por utilizar una afortunada acuñación verbal del propio pensador. La España de Ortega, procedente del esfuerzo modernizador de la Institución Libre de Enseñanza, es también la de Menéndez Pidal, la de Unamuno y Juan Ramón Jiménez, la de Maragall, la de Ramón y Cajal, la de Gaudí, la de Baroja y Antonio Machado, la de Picasso, la de Azaña, la de Juan de la Cierva y la de muchos otros nombres insoslayables en la cultura europea del siglo XX. El caso de Ortega ofrece, además, perfiles propios, porque su obra tiene múltiples vertientes: filosofía, sociología, periodismo, crítica literaria, política, antropología, análisis cultural... Sin olvidar lo que con demasiada frecuencia suele omitirse: Ortega fue un extraordinario escritor, dueño de una prosa riquísima, repleta de innovaciones léxicas que hoy son pasto común en los registros del lenguaje culto, así como de creaciones metafóricas de insólita originalidad cuya sola enumeración antológica llenaría varias páginas. Baroja, autor poco inclinado al elogio, declaraba en 1955 que, en su opinión, Ortega había sido tal vez el mejor prosista del siglo. Su huella, en efecto, es palpable en el lenguaje del ensayo contemporáneo, pero también en multitud de géneros que se albergan en las publicaciones periódicas, como la columna, el artículo de fondo o el comentario editorial, e incluso en la literatura oratoria de mayor fuste. En la historia del lenguaje periodístico hay dos hitos sin los cuales no se explicaría casi nada: Larra, en el siglo XIX, y Ortega y Gasset en el XX.

En 1920, con ocasión de la muerte de Galdós, Ortega publicó una quejosa nota en El Sol que comenzaba así: "La España oficial, fría, seca y protocolaria, ha estado ausente en la unánime demostración de pena provocada por la muerte de Galdós. La visita del ministro de Instrucción Pública no basta". Es un texto casi profético, porque 35 años más tarde estas mismas palabras podrían haberse aplicado a una situación similar, sin más que sustituir el nombre de Galdós por el de Ortega. Entre 1920 y 1955, la "España oficial", donde tantas cosas habían sufrido cambios profundos, no había alterado su actitud. Continuaba siendo la misma España injusta y desdeñosa caracterizada ya por Lope de Vega en unos versos inolvidables de La Arcadia que constituyen una triste divisa de nuestro ser histórico: "¡Ay, dulce y cara España, / madrastra de tus hijos verdaderos, / y con piedad extraña / piadosa madre y huésped de extranjeros!"

Han pasado otros cincuenta años. Está a punto de concluir el cincuentenario de la muerte de Ortega y es posible ya hacer balance de los diversos actos conmemorativos que este hecho ha suscitado. El recuento no es complicado. Se trata de una operación sencillísima por la escasez de sumandos: un congreso en Madrid organizado por la Fundación Ortega, algunos simposios de modesto alcance celebrados en Salamanca, Murcia o Sevilla, y también en algunas universidades extranjeras, como Evora o Dresde. Todas estas actividades han sido promovidas por profesores, departamentos universitarios o entidades privadas, con más entusiasmo que medios y sin apoyo estatal. No hay mucho más. Parece que la Residencia de Estudiantes planea una magna exposición, ya para el año 2006. A liebre ida, palos en la cama. Esa España hinchada y altiva de los despachos suntuosos, de las maniobras políticas, de las grandes cifras económicas, del despilfarro innecesario y de la propaganda permanente, se ha comportado una vez más como la España oficial de siempre, como la madrastra que Lope denunció. Ha sido insensible y cicatera, esquiva y desagradecida, sorda y ciega ante los valores auténticos y perdurables. Medio siglo lleno de profundas transformaciones sociales y políticas no ha servido de nada. Y lo peor es que no se advierten síntomas de cambio. El año próximo se cumple medio siglo de la muerte de Pío Baroja, que ha enriquecido la novela española con multitud de páginas inolvidables. Es de suponer que su recuerdo despertará el mismo interés oficial que el de Ortega. En el caso de Baroja, además, alguien anotará quizá como circunstancia agravante un pecado capital, que ya ha sido recordado alguna vez por gentes obsequiosas de mentalidad subalterna: el hecho de que, siendo vasco y conocedor de su lengua vernácula, no la utilizara para escribir su obra novelesca.

Frente al silencio, frente a esta coraza de desdén con que la España oficial se protege y se aísla, distanciándose así cada vez más de su propia cultura, la obra de Ortega, como la de todos los creadores auténticos, sobrevive más allá de la voluntad, el capricho o la ignorancia de quienes han perdido la oportunidad de celebrarla. No es ahora momento de subrayar sus méritos, que, por otra parte, no residen únicamente en su obra escrita, porque incluyen las empresas culturales que Ortega creó e impulsó -diversos periódicos, la Revista de Occidente, la editorial Espasa, las traducciones de obras cimeras de la cultura contemporánea- y que enriquecieron la vida intelectual española. Cada lector de Ortega sabe muy bien, lo reconozca o no, cuánto debe a la fertilidad de ideas del pensador, a la inagotable generosidad con que abre o insinúa sin cesar motivos de reflexión, a las soberanas lecciones de estilo y de rigor que sus páginas contienen, independientemente de que, en puntos determinados, ese mismo lector pueda discrepar de algunas opiniones; por fortuna, ya que las discrepancias obligan a profundizar con ahínco en las propias ideas y a matizarlas si es necesario.

Se ha perdido una ocasión única de enderezar un rumbo equivocado al dar la espalda al obligado recuerdo de la muerte de Ortega medio siglo más tarde. Es cierto que los artistas verdaderamente grandes perduran sin necesidad de conmemoraciones oficiales. No son plantas escuálidas necesitadas de rodrigones para mantenerse. Les basta con su obra. Pero hubiera sido conveniente un gesto que diera motivos para la esperanza. No ha sido así. La España oficial continúa exhibiendo la misma faz hosca de siempre. Por ella no pasan los años. Y prefiere los números a las letras.