Opinión

Encomio de Harold Pinter

por Fermín Cabal

8 diciembre, 2005 01:00

Desde su aparición en los escenarios ingleses a fines de los años cincuenta, Harold Pinter ha sido un bicho raro, un ejemplar difícilmente clasificable. Sus primeras obras tienen un aroma "experimental" muy conveniente en aquel momento, cuando el teatro de palabra se veía amenazado en todo el mundo, y parte de la crítica le destaca precisamente por un supuesto "simbolismo" que le emparentaría con los vanguardistas parisinos.

Se ha señalado que el lenguaje coloquial que Pinter recoge con agudísimo oído podría estar emparentado con los juegos verbales del Ionesco de La cantante calva, y también se ha dicho que la recurrencia de la situación cerrada (muchas de sus obras transcurren en una habitación de la que los personajes no quieren, no pueden o no saben escapar) tiene una filiación claramente beckettiana , y es muy posible que así fuera. El mismo Pinter, en sus inicios, al tratar de explicar qué pretenden sus obras, coquetea con la idea del absurdo: "creo que lo que trato de hacer en mis dramas es obtener esa reconocible realidad de la absurdidad de lo que hacemos, del modo como nos comportamos y del modo en que hablamos".

Pero en esta misma explicación se trasluce una actitud radicalmente opuesta a la de sus supuestos maestros: la pretensión de operar con un referente "reconocible" le aleja de las soluciones "alegóricas" al uso entre los escritores del absurdo. Ionesco utilizaba el lenguaje coloquial, para él claramente desacreditado como vehículo poético, para parodiarlo y escarnecerlo, mientras que Pinter lo disecciona minuciosamente con el convencimiento de que es la mejor vía de acceso al conocimiento del ser humano. Si además tenemos en cuenta que sus primeras obras se escriben en pleno auge del movimiento de los jóvenes airados, que sacude el confortable teatro londinense con una fuerza que no se recordaba desde la aparición de los grandes dramaturgos isabelinos, no es extraño que también le veamos clasificado entre las tropas del radicalismo social, aunque sea a regañadientes. Y seguramente esa opinión no era gratuita. Pinter compartía con sus coetáneos una experiencia desoladora: el derrumbamiento de la vieja y orgullosa Inglaterra imperial. Los tiempos propiciaban un sentimiento de desorientación y pérdida de los viejos valores, que alimenta la obra de Osborne, de Arden, de Wesker, y que también se refleja en los primeros textos de Pinter: habitaciones miserables, personajes marginales, derrotados, ofendidos, un paisaje de mendigos, prostitutas y delincuentes. El tono de queja y decepción, que hizo famoso al Jimmy de Mirando hacia atrás con ira, se aprecia en algunas declaraciones de nuestro autor, como ésta que me parece muy reveladora: "Lo único que nos queda es la lengua inglesa. ¿La podemos salvar? ésa es mi pregunta". Y esa lengua brilla en sus primeros textos con tal fulgor que hasta sus detractores tienen que rendirse a la evidencia: un poeta dramático inicia su carrera.

Yo creo que ambas adscripciones, la de vanguardista del absurdo y la de joven airado, son inexactas. Supongo que los críticos, y quizá el público, tienen necesidad de encajar a los artistas en determinados grupos por afinidades estéticas o generacionales, y comprendo que en el caso de Pinter hayan echado mano de lo que tenían a su alcance, pero con la perspectiva de casi 50 años creo que está claro que se trató de un malentendido. Pinter adelanta ya esa preocupación por la pragmática del lenguaje que vamos a encontrar 20 años después, tras la resaca de los años setenta, en los dramaturgos que recuperan, en todo el mundo, la palabra: Mamet, Kroetz, Koltés, Strauss, Santana, Grumberg, etc. Sus personajes son seres hablantes, que reproducen las vacilaciones, las pausas, los lapsus, las repeticiones, etc, que encontramos todos los días, lo que no impide al autor elevarse sobre el coloquialismo en una misteriosa operación alquímica que convierte en oro el habla callejera. Muy a menudo, sobre todo en su primera época, esa operación conduce al humor, y el autor llega a decir: "Todo es cómico, la más grave seriedad es cómica, incluso la tragedia es cómica".

El humor se perderá a medida que la escritura pinteriana se afiance, y a partir de Regreso al hogar, el texto que le consagra como indiscutible, tras el montaje que dirige Peter Hall para la Royal Shakespeare, se hace mucho más violento, se llena de interjecciones, de tacos. También los elementos simbólicos se hacen más leves, sustituidos por una iconografía realista que deja cada día menos lugar a dudas. Aunque para mí ese Pinter "simbolista" de los primeros tiempos es un espejismo. Y me pregunto: ¿se hubiera hablado de simbolismo sin el final de su primera obra, La habitación, cuando la protagonista, en una extraña epifanía, dice volverse ciega sin aparente causa? Inmediatamente se quiso ver ese accidente como un símbolo de la verdad que irrumpe y ciega al desdichado mortal, como al engreído Edipo del mito clásico. Lo cierto es que en sus obras posteriores encuentro pocos "símbolos" de esa contundencia.

Creo que también Pinter va por delante en cuanto al tratamiento de "la verdad" sobre el escenario. Me pregunto si en su manera de ver el mundo no se reflejan las nuevas concepciones acerca de esa "reconocible realidad", que han aportado los físicos del siglo XX. El famoso principio de incertidumbre parece alimentar muchas de sus obras: Viejos tiempos, El amante, La colección... A menudo el espectador se queda perplejo, sin saber qué está ocurriendo realmente. ¿Cuál es la verdad de la historia? ¿Estarán mintiendo los personajes? ¿Cómo saberlo? Y el texto se niega a dar una respuesta contundente, más bien lo contrario: dice que no es posible saberlo. Pinter afirma a propósito de esa maravillosa pieza que es La colección: "El deseo de verificación es comprensible, pero no siempre puede satisfacerse. No hay una distinción clara entre lo real y lo irreal, ni tampoco entre lo verdadero y lo falso".

Seguramente este premio que ahora recibe va a facilitar la llegada de Harold Pinter a nuestras costas, hasta ahora muy poco acogedoras. Lo que más conocemos en España de su obra es su faceta de guionista en películas muy diferentes, desde El último magnate a "Mansfield Park", pasando por el éxito comercial de "La mujer del teniente francés". En cambio su teatro ha sido rechazado por el público con rara unanimidad, a pesar de los encomiables esfuerzos de Luis Escobar, un enamorado de su obra, que se obstinó en montar algunas de sus mejores obras, con excelentes repartos, mordiendo el polvo sucesivamente con El amante y La colección (1967), Retorno al hogar (1970) y Viejos tiempos (1974). En los últimos tiempos algunas compañías más o menos "independientes" han montado en Madrid algunas de sus obras con excelente nivel artístico y general indiferencia, y también en Barcelona, por iniciativa del incansable José Sanchis Sinisterra, la Sala Beckett programó hace unos años un ciclo con varias obras de Pinter, que contó con la presencia del autor.