Opinión

La loca de la casa (y II)

por Andrés Trapiello

2 febrero, 2006 01:00

Creo que nadie imaginaba hace diez años lo que iba a ser internet en nuestras vidas, ni cómo las iba a modificar. ¿Pero son alteraciones sustanciales? Sigue siendo uno inseguro, erubescente, melancólico, y no ha logrado ser del todo feliz; ni siquiera hemos podido erradicar de nuestro lado lacras terribles, pero si desaparecieran súbitamente los ordenadores e internet, la catástrofe sería de magnitud semejante a la destrucción de la imprenta o de la luz eléctrica. Nadie duda ya que vivimos una revolución semejante a la que trajo Guttenberg (aunque está por ver si le sigue un nuevo Renacimiento). Acabaríamos adaptándonos a tal pérdida, claro, como lograron los hombres primitivos sobrevivir a las glaciaciones, y no por ello iban a desaparecer ni la poesía, ni la novela, ni la música, ni el resto de las artes de la imaginación que han encontrado en internet y en los ordenadores no sólo un potente amplificador, sino un estimulante de primer orden, pero...

Todos recordamos aquella moda extravagante. Causó estragos. Sacaban en televisión a la gente hablando por el teléfono móvil (principalmente en Italia, que se volcó entusiasmada a ese nuevo hábito de llevar el telefonino pegado a la oreja entre la multitud), y muchos decíamos, "ah, se han vuelto locos, ya no saben qué inventar", sin sospechar que diez años después el teléfono móvil, o las computadoras personales e internet, iban a ser una parte inseparable de nuestro existir como el reloj de pulsera.

Y sí, llevamos reloj de pulsera, pero no miramos la hora cada cinco minutos. A veces ni siquiera miramos el reloj en todo el día, pero sin él nos sentimos un tanto desasistidos, como náufragos del tiempo, vagamente angustiados, temiendo llegar o demasiado pronto o demasiado tarde al lugar de los hechos, el síndrome que Benjamin describió como "el flâneur". Se diría también que el que no se suba al tren de la técnica, llegará tarde, aunque no sabemos a dónde. Y aunque los hechos sean estos dos (el saber no está encerrado sólo en los libros sino también alojado en imágenes; y el mundo tiende al "trabajo en red"), ello no quita para que nos preguntemos en qué medida se está modificando la experiencia de nuestras relaciones con el tiempo, con el espacio y, sobre todo, con los demás y con nosotros mismos.

Consideremos, por ejemplo, el fenómeno social de los blogs. Estas bitácoras han llegado a ser muy populares porque ofrecen tanto al escritor como a los lectores la posibilidad de interacción en tiempo real, o casi (nunca alcanzarán la espontaneidad del diálogo vivo, aunque el pequeño bucle entre las intervenciones pueda favorecer su elaboración). Son como una tertulia fabulosa, en principio. Se les conoce incluso con el nombre de quien las aglutina (como hace cien años se conocía tal o cual la tertulia como "de" Valle Inclán, o "de" Azaña o "de" d’Ors). Cierto que estos tertulianos virtuales no se ven la cara, incluso muchos asisten con ella tapada con la máscara del seudónimo o, peor aún, con nombre falso (no dudan en robárselo unos a otros, clonándose), y, en algunos casos, hay alguien que tiene derecho de censura. A veces los blogs aspiran a ser lo que compite con lo real ("está pasando, lo estás viendo", y parecería que tan importante como los aviones estrellándose en las torres gemelas es que eso se viera "en directo"). Tales blogs impulsan la horizontalidad de discusión y de debate, y hay quienes hablan de un nuevo género literario que amenazara con suplantar la novela. De hecho alguno de los más conspicuos entusiastas de los blogs eran ya antes manifiestos detractores de la novela. Se vuelve a hablar, pues, de "la nueva literatura". Ahora bien, también salta a la vista que esta nueva literatura no pasa de ser con frecuencia más que la expresión de grupos encapsulados en una lucha endogámica por la hegemonía de los significados. Ni siquiera les interesa la literatura, vieja o nueva, y en algunos casos los interlocutores son enemigos enmascarados que no se molestan en convencer a nadie: su aportación se limita a chapotear en los insultos o las injurias.

Y todo ello está marcado, claro, por la velocidad. Todo sucede muy deprisa. Se diría que el "flâneur", a la angustia de llegar demasiado tarde o demasiado pronto al lugar de los hechos, ha de añadir además la angustia de llegar demasiado deprisa. Y es justamente la velocidad la que hará que nuestro criterio valorativo, si es que tenemos alguno, se resienta. Se ha relacionado el nacimiento del arte con un impulso que es lucha contra la muerte, deseo de permanecer y trascender, dejando en el mundo algo que antes no existía y que es valioso, que merece ser conservado. Pero ante el espectáculo de la velocidad, una velocidad que parece implicar la superficie, ¿desaparecerá este impulso, más intensivo que extensivo, más vertical que horizontal, cuando la velocidad de la luz sepulte nuestras huellas en la red o las devore con criterio cuantitativo en los buscadores? Y así, mira uno vagamente desolado, perdido en la selva de internet, sin saber si encontrará en los millones de hechos (de blogs, de datos, de países) aquéllos que merecerían ser recordados, aventurándose entre ellos como hacemos cada domingo por los basureros del Rastro, guiados por la afición, por la cultura, por la intuición, y, desde luego, por laimaginación.

Asistimos a un gran cambio, ciertamente. Quizá no podemos salir de la perplejidad porque nos encontramos entre fuerzas que tiran de nosotros en sentidos opuestos. Una de ellas es que el criterio de valoración es extensivo, horizontal. Cuantitativo como el de la medición y el cálculo (el orden en que Google da sus datos responde a ese criterio cuantitativo: lo que tiene más visitas va en primer término, y va en primer término porque tiene más visitas). Como el paradigma del positivismo científico, que conoce reduciendo, la ciencia nos lleva en este punto a la paradoja que, para un creador, podría tener internet y las nuevas tecnologias: la velocidad le paraliza y la superficialidad del conocimiento le impulsa, por el contrario, a un pensar por elevación y vertical, es decir, a un pensar vitalista. Una vez más la teoría, o sea la ciencia, y la vida y el pensar creativo, enfrentados.

Recordemos la problemática proposición, comentada en la primera parte de este escrito. A propósito de los conocidos versos de Goethe ("Gris, mi querido amigo, es toda teoría;/ verde, en verdad, el árbol dorado de la vida") manifestaba Ferlosio que la vida para él era, por el contrario, "lo gris, y aun lo lóbrego, lo siniestro, polvorienta y reseca momia de sí misma. Verde, tan sólo he visto, justamente, el árbol ideal de la teoría". Pues que al fin y al cabo somos hijos de la vida, dirá Nietzsche, y no de la teoría, no podemos levantar contra la vida un falso testimonio. Somos vida, antes que teoría, y salvo que nos abismemos en el erial de la metafísica o... o de la velocidad, el pensar, el pensar poético que él practicó, será siempre algo más que un teorizar, será un pensar vivo, no en la superficie, si en esas cumbres de Sils Maria de las que habló, y no precipitadamente, sino en el reposo que desde la cumbre propicia toda contemplación.