Opinión

¿Ha muerto la filosofía alemana?

por Eugenio Trías

13 julio, 2006 02:00

Todos los que nos formamos en las aulas filosóficas alemanas hemos estado esperando, durante años, que despuntase de nuevo el pulso filosófico que Alemania había mantenido vivo durante todo el siglo XX. Filosofía y Alemania parecían, en la modernidad, desde Leibniz hasta Adorno, términos de mutua implicación.

La cultura alemana había sabido dar buenos frutos en novela, en poesía, en teatro, en arquitectura, en pintura. Pero en ninguno de esos terrenos superaba de forma abrumadora a sus países europeos vecinos. Sólo en filosofía y en música se descubría ese predominio germánico. La música alemana, en la segunda posguerra, ha sabido mantenerse viva, con grandes compositores como Stockhausen y Lachenmann. Si bien ya no prevalece sobre otras áreas musicales no puede decirse que haya entrado en fase decadente. Pero en filosofía las cosas han sido diferentes. La filosofía alemana universitaria ha padecido, después de las últimas propuestas creadoras (Heidegger, Adorno, Bloch), una esclerosis múltiple que ha alertado sobre su defunción. No hubo en Alemania una explosión filosófica entre los años sesenta y ochenta comparable a la francesa (la de todos esos grandes filósofos, ya muertos, que constituyeron el canto del cisne de la grandeur filosófica de nuestro país vecino: Sartre, Merleau Ponty, Gaston Bachelard, Foucault, Deleuze, Derrida).

Alemania se ahogó en un estéril academicismo que ha terminado por cercenar toda su gran vena creadora, y que hasta Adorno y Heidegger había poseído una continuidad asombrosa: de Leibniz a Nietzsche, de Kant a Husserl, de Schelling a Cassirer. Sólo se han trazado, en las últimas décadas, proyectos sincréticos, como el de Habermas, limitados a la teoría política, pero sin ese estremecimiento de emoción y razón que caracteriza a toda verdadera propuesta filosófica. Una inflación de virtuosismo académico ha yugulado la creatividad. La sombra del nacionalsocialismo ha castrado toda una generación filosófica que ha preferido formarse en tradiciones ajenas, especialmente anglosajonas, a fecundarse en las propias. éstas han sido tratadas sólo con el "efecto distanciador" de la erudición filológica. Han abundado los intérpretes (que han suplantado a los compositores).

Podría decirse que Alemania no ha hecho sino confirmar una época en la que la filosofía ha renunciado a articular propuestas en torno a ideas nucleares. ¿O no se nos dice y repite que esa idea creadora y arquitectónica de la filosofía ya no es posible en este mundo errático, cifrado en una trama indefinida de textos, relatos, signos, simulacros, máscaras? ¿O no es sentir común y opinión compartida que se han terminado las concepciones sistematizadoras, y que hoy el pensamiento debe asumir la naturaleza siempre fragmentaria de la realidad, y el carácter debilitado de nuestra capacidad de comprenderla? ¿O que el escepticismo se ha impuesto en un mundo global en el que, como máximo, puede sugerirse algún manual de auto-ayuda, o una tarea de pedagogía periodística sobre temas puntuales?

Por fortuna esta cascada de preguntas suspicaces mantienen su sentido mientras no se produce la evidencia espléndida que las disuelve en polvo, en nada: la que produce la aparición, también en nuestro mundo astillado, de una propuesta filosófica. No hablo de una pieza de "pensamiento" o de "ensayo", como gusta decir a quienes, desconsolados por la penuria filosófica, creen que ensanchando el área de reconocimiento de los discursos vagamente reflexivos se puede reconducir la única cuestión: la relativa a la presencia o a la ausencia de verdadero pulso filosófico. Me refiero a una idea filosófica, bien expuesta y argumentada. Eso es lo que da carácter e identidad a una filosofía. Yo le llamo la propuesta filosófica. Pues bien, en la mismísima Alemania, en ese yermo terrible en el que sólo parece prevalecer la interpretación virtuosa, o la aproximación hiper-analítica, allí ha surgido, de pronto, un magnífico desmentido a todos esos presentimientos de una nueva edad alejandrina, o de una cultura de filólogos y eruditos carentes de pulso creador en el terreno de la filosofía.

Me refiero a la filosofía expuesta en ese magnífico libro que se llama Esferas, y cuyo autor es Peter Sloterdijk, tan excelentemente traducido por Isidoro Reguera al español. Sobre todo hablo del primer tomo, a mi modo de ver una auténtica obra maestra de filosofía. Allí hay todo lo que la verdadera filosofía implica: admiración, asombro ante la vida; vértigo ante la existencia; emoción por el hecho mismo de ser, de existir; elaboración de una idea (la idea de esfera). Articulación de ésta. Despliegue de las categorías que le corresponden.

Lo que mejor acredita a esa idea filosófica es la ejemplar exploración de ese ámbito que suelo llamar, en mis libros, la primera categoría, o lo matricial. Algunas páginas son memorables: ayudado, cual Virgilio, por un uso libre de la ginecología, se interna en ese inferos en el que habita, con Eurídice, el ser nuestro previo al existir (y al mundo), la vida en la matriz, la vida intrauterina, con sus principales cuasi-objetos, la placenta, el cordón umbilical, los tonos de soprano de la madre que se filtran por el líquido amniótico, el nacimiento ab ovo, el vínculo dual madre-hijo, la relación entre hermanos gemelos, etcétera.

Todo ese recorrido de ginecología filosófica es, a mi modo de ver, una verdadera diadema ontológica y metafísica. En tres o cuatro páginas de ese magnífico primer tomo se concentra más energía creadora de pensamiento que en los aburridísimos e infinitos textos archi-académicos que suele producir la Alemania de la segunda posguerra. Entiendo que la Academia filosófica alemana esté a matar con este peculiar personaje. Siempre la filosofía verdadera provoca, en colegas envidiosos, disgusto, irritación, mal talante, mal rollo.

También lo contrario: no todos los días puede saludarse la emergencia de una filosofía. En medio de la tierra baldía de la filosofía de hoy, una filosofía que se demora demasiadas veces -y se confunde con frecuencia con sucedáneos, con formas ensayísticas sin pulso metafísico, con periodismo de ideas sin aliento ni emoción- este texto de Sloterdijk constituye una saludable excepción. Tiene además el valor añadido de producirse en Alemania. Demuestra que incluso en este país, en el que el agobio interpretativo y exegético ha terminado devorando la creatividad, también puede resplandecer una idea filosófica.