Opinión

Canal Hirst

Portulanos

25 septiembre, 2008 02:00

Los diccionarios de filosofía contemporánea dedican mucho espacio a Walter Benjamin, a Sartre, o a Heidegger, pero todos ellos no fueron más que una panda de charlatanes: el auténtico gran filósofo del siglo XX ha sido Andy Warhol. Sólo él supo prever que lo único que le importaría a la gente en nuestra época es ser famoso durante quince minutos. Mientras tanto, los demás se dedicaban a perder el tiempo elucubrando sobre el ser, la nada, y la madre que los trajo. En la filosofía de ahora pasa igual: Henri Lévy, Sloterdijk o Michel Onfray van de profundos y de göays, pero el verdadero genio, el que de verdad sabe de qué va el mundo, es otro artista, Damien Hirst: mete una vaca con purpurina en un tanque de formol y se la vende a un pardillo por trece millones de euros. Luego hace lo propio con un tiburón y se saca otros doce kilos del ala, o de la aleta. El ejemplo de Hirst nos permite comprender la operación de la Comunidad con los Teatros del Canal. El asunto empezó hace ocho años con un grupo de políticos provistos no sé si de la argollita en la nariz típica del ganado vacuno o de la dentadura doble del tiburón, aunque eso sí, fuera del tanque de formol, obsesionados por la "grandeur" de las olimpiadas, el Exincastillos y demás proyectos faraónicos. Luego, durante esos ocho años nos han contado que el Canal era una instalación maravillosa, que era lo mejor de lo mejor, y hemos tenido que creerlo por cuestión de fe, como suele suceder con el arte contemporáneo, porque en ese tiempo nadie ha explicado absolutamente nada, ni justificado nada, pese a que el retraso permanente en las obras era síntoma de que algo no iba del todo bien. Al final lo mismo daba vaca que tiburón: lo esencial era asignarle la regalía, a dedo, como establece la tradición, al correspondiente Buey Apis de pezuñas doradas, mientras se le endilga la factura, multimillonaria, a los ciudadanos. Hirst, tío, eres mi héroe.