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Opinión

No sólo escribir

27 noviembre, 2009 01:00

por Ignacio Echevarría
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Entre las ventajas de ser escritor se cuenta la de permitirse no serlo. Me explico: uno puede, como mi compañero Aramburu, escribir cuentos y novelas en un formato más o menos convencional, publicarlos en una caracterizada editorial, cobrar adelantos y liquidaciones, conceder entrevistas, redactar artículos, dar conferencias, recibir premios, y decir luego, tan lindamente, que se está al margen de la institución literaria y que se resiste con uñas de gato a tener condición de escritor. Como si la institución literaria fuese un solemne edificio con frontones y columnas, topográficamente localizable, y no un complejo tinglado más que simbólico, provisto de una larga tradición, que envuelve y determina a todo aquél que participa activa o pasivamente en el circuito cultural, por muy lejos que se halle de sus centros de producción.

Las profesiones de individualismo radical cobran, de un tiempo a esta parte, connotaciones sospechosamente ecuménicas, y parecen afincarse en la ignorancia o pretendido desentendimiento de todo aquello que somos sin pretender serlo, de todo aquello que nos hacen ser a pesar nuestro. Ignorancia y desentendimiento tanto más graves en un escritor, por cuanto su herramienta de trabajo es lo colectivo por antonomasia, sujeto por lo tanto a toda suerte de incontrolables distorsiones y usurpaciones: me refiero a las palabras de la tribu.

En su última columna, Aramburu descendía a concretar uno de los contextos en que cabe temer por la libertad del escritor. Y lo hacía de un modo vibrante, en términos que me impongo citar literalmente, pues tocamos una cuestión sensible. Decía Aramburu, apeado por una vez de su habitual desenfado: "A José Luis López de la Calle, columnista de prensa, lo asesinaron por escribir. A Gorka Landáburu, periodista, le destrozaron una mano con un paquete bomba por escribir. A Raúl Guerra Garrido, novelista, le quemaron la farmacia de su mujer por escribir. Otros tuvieron que marcharse por escribir. Otros salen escoltados a la calle por escribir. Todo esto ocurre cerca".
No hay margen aquí para las ironías. Pero sí para una decisiva puntualización: ninguna de las mencionadas víctimas de la intolerancia lo fue por escribir, no. Lo fue, más exactamente, por escribir determinadas cosas, por adoptar determinadas actitudes, por comprometerse con determinados principios no solamente individuales. Por otra parte, y así planteado, vale añadir que algunos ciudadanos vascos están en la cárcel también por escribir.

En España hay centenares de escritores que viven y publican tranquilamente sin sentirse amenazados. A muchos de ellos les preocupa, en su condición de ciudadanos, la violencia etarra, pero esa preocupación no concierne a su condición de escritores. Como mucho, inspira alusiones indirectas en tramas de corte detectivesco o de serie negra, pobladas de héroes solitarios o melancólicos, de víctimas dolientes, de forajidos de leyenda. Las siglas de ETA, más concretamente, apenas surgen donde sería esperable que lo hicieran, y es como si a los propios lectores les reconfortaran los eufemismos y los sobrentendidos en esta materia.

Si se atiende, por un lado, al protagonismo que el conflicto vasco ha tenido en la andadura de la España democrática, y se considera, por el otro, el exiguo caudal de las novelas que, desde una orilla u otra, lo afrontan con la determinación no de servirse de él como elemento de intriga o vago telón de fondo sino de contribuir a su exploración, a su comprensión, a su debate, se obtiene un resto bastante aproximado del modelo de escritor que, a partir de la transición, más ha prosperado en España. Modelo que se corresponde con un generalizado concepto de la literatura entendida como un discurso privado e impostadamente estetizado, sustraído por sistema de las tensiones y servidumbres de la vida social, de las condiciones groseramente materiales en que se desarrolla la existencia tanto particular como colectiva.

El tratamiento que en la narrativa española -incluida la cinematográfica- ha recibido el conflicto vasco es solamente un indicador más de la mansedumbre de una cultura satisfecha de sí misma, cuidadosa de no perturbar las reglas de juego de lo políticamente correcto, medrosa de no incomodar a sus dueños y conforme con su función decorativa. Pero además de la violencia etarra están -igualmente ausentes, o casi, de la narrativa española- la violencia patronal, la violencia fiscal, la violencia comunicativa, la violencia lingöística, la violencia policial, la violencia de género, la violencia institucional, la tácita violencia de un sistema que penaliza indirectamente la disidencia y aplaude que los escritores se tengan a sí mismos por traficantes de emociones y de sentimientos preferiblemente elevados, por interioristas de la intimidad, por estilistas del yo, por vates de la nación, por directores de centros Cervantes, por tenores de las bellas letras, por payasos consentidos, por amenos -¡oh!- ilusionistas.