No sólo leer
Por Ignacio Echevarría
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Bueno.
La verdad es que no sé qué preferir. Yo no tengo, como Aramburu, la sensación de haber ignorado a los lectores durante los turnos de palabra en que consiste esta sección. Me avine a participar en ella, como declaré muy al principio, con la expectativa de articular una mirada desapegada y crítica sobre nuestra atontada cultura literaria, contemplada desde orillas distintas pero no necesariamente enfrentadas. Por mi parte, eso es lo que, con evidentes limitaciones, vengo tratando de hacer. Todavía pienso que el cuestionamiento y el debate de las ideas, mejor aún que su llana exposición y prédica (tanto más si se trata de ideas recibidas), es la forma más eficaz de atraer la atención de los lectores, y la manera más respetuosa de interpelar a su inteligencia. Pero, por motivos que sería interesante indagar, la cultura española, acuñada desde la transición bajo el signo de lo festivo y ecuménico, es alérgica a cualquier tensión dialéctica. Quien pretende mover de su sitio los lugares comunes que abonan nuestra buena conciencia de personas sensibles y educadas, enseguida pasa a desempeñar el papel de policía malo, que es el que, sin habérmelo propuesto, me temo que me está tocando a mí. Qué le vamos a hacer. Paciencia y barajar, como suele decirse.
Hoy corresponde referirse a los lectores. Verán, el acto de leer cumple múltiples funciones. Muy pocas tienen que ver con lo que cabe entender por literatura, y menos todavía con la buena literatura. Hace ya mucho, el crítico brasileño Antonio Cándido distinguía entre "manifestaciones literarias" y "literatura propiamente dicha". Las primeras constituyen un simple agregado de obras sin otro horizonte que el de abastecer al lector de entretenimiento y de emociones. La literatura propiamente dicha, sin descartar ninguna de estas dos cosas, surge cuando esas obras se imbrican en la conciencia del lector con otras de semejante naturaleza, que se ordenan en un sistema y producen una determinada síntesis, a la luz de la cual la experiencia de la lectura es filtrada críticamente. Sólo si resiste ese filtro, por tosco que sea, la experiencia derivada de la lectura se convierte en una experiencia estética y, por comparación con otras, la obra en cuestión es susceptible de ser integrada -o no- en ese tejido que reconocemos como literatura.
Si yo acudo esta noche a una reunión de lectores que comentan la última novela de Paulo Coelho o de Isabel Allende, es muy probable que muchos de los reunidos expresen con arrobo la intensidad de las emociones y la profundidad de las ideas que su lectura les ha deparado. A esas personas de poco o nada les servirá lo que pueda objetarles yo al respecto, como tampoco a mí me dirán nada sus efusiones. No se trata aquí de quién tiene la razón, sino de cuál es el orden de experiencia en el que unos y otros nos situamos. Lo que hace posible la literatura, en cualquier caso, no es la emocionalidad más o menos intensa del lector, sino su capacidad de encajar la experiencia de la lectura en un sistema previo de referencias susceptible de ser compartido.
Nadie lo ha dicho mejor que Robert Musil, a quien no me canso de citar cuando se trata de este asunto. Disculpen que lo haga de nuevo, pero es que con algunas cosas no queda más remedio que insistir: "La literatura no surge de la suma de los textos. En tal caso sería una descomunal colección de ejemplos, cada uno de los cuales sería diferente y aun así ya se habría dado antes; cada uno de los cuales lo entendería cada quien de forma distinta y aun así con determinada similitud. Se trataría entonces de un asunto indeciblemente vasto, sin comienzo ni final; una maraña de hilados soberbios que no formaría un tejido. Semejante agregado de lectores y libros sólo se convierte en literatura cuando a la suma de las obras se le viene a añadir el contenido de la experiencia de la lectura, una vez elaborada. En otras palabras: la crítica".
Pues eso. De poco sirven las emociones a flor de piel para determinar cuándo hablamos de literatura.
No, no hablamos de leer. O no sólo de eso.