Opinión

La inocencia

Portulanos

15 octubre, 2010 02:00


La cultura americana ha explotado el trauma de Vietnam hasta la caricatura: incluso el señor Skinner de los Simpson presume de sus experiencias en el corazón de las tinieblas. Pero EEUU había perdido su inocencia mucho antes, al final de la II Guerra Mundial. Como regresaban vencedores aparentaron no estar heridos y por eso en películas como Los mejores años de nuestra vida los ex combatientes solucionaban sus angustias con un final feliz. Pero los miedos reprimidos acaban brotando por algún lado y no es casual que la década que va de1945 a 1955 albergara el más glorioso y desesperado cine negro. Los rostros pedregosos de Robert Ryan, Sterling Hayden o Dana Andrews anunciaban el final de un mundo que hasta entonces se había retratado a sí mismo en las portadas candorosas de Norman Rockwell.

Todos eran mis hijos fue, en este contexto, una obra de gran coraje. Cogiendo el toro por los cuernos, Arthur Miller les dijo a los norteamericanos a la cara que la guerra no había sido una postal con unos muchachos sujetando la bandera; que las fortunas se hacían en la retaguardia aprovechando la tragedia mientras muchos ciudadanos honestos miraban para otro lado. "He sido como todos", dice el protagonista, Joe Keller, para justificarse. "Sí", le responde su hijo, "pero yo esperaba que fueras mejor". Heredero directo del drama moral de Ibsen, Miller compone una obra maestra que se mantiene hoy tan imponente como el día de su estreno. Porque los soldados jóvenes, americanos y de otras nacionalidades, siguen muriendo en guerras lejanas mientras en Alemania, no hace mucho, se forzaba la dimisión del presidente Köhler por decir que la razón para seguir en Afganistán es, sencillamente, el dinero.