Fernando Aramburu



Son raros los méritos de un hombre apacible que pretendía pasar inadvertido y acabó, aunque no sea culpa suya, estampando su nombre en el friso de los clásicos. Paradójicamente, Robert Walser reunió una biografía insólita, salpicada de misterio, a fuerza de renunciar a hechos memorables. Su vida entera consiste en peripecias comunes como nacer en Suiza; ser escritor pobre, humilde y fracasado, y dar paseos. Ejerció con sostenida convicción la servidumbre: en oficinas diversas, en el servicio doméstico, como aprendiz de esto y lo otro. Para no estar, vivió en cien sitios antes de establecerse en el definitivo asilo de dementes, donde reprodujo la dilatada reclusión de Hölderlin. Para no ser, evitó cualquier forma espectacular de protagonismo. Escribía en su soledad tenaz acerca de menudencias, con letra diminuta, y lo dejó para seguir estando solo. Murió caído en la nieve (hay testimonios fotográficos) y eso es todo. ¿Todo?