Fernando Aramburu



Me dio la vida, me dijo, ¿y qué? ¿Acaso le pedí que me trajera al mundo? Soy el desecho casual de un rato de placer. La castigo por su metro sesenta y cinco, su complexión delgada y sus cejas tristes. Castigo mi debilidad en la suya y, puesto que no me fortalece el daño que le infiero, hallo a cada instante renovado el impulso de castigarla. Su suavidad me humilla; su miedo, su labio roto y sus lágrimas, en cambio, me convierten en el padre cuya ausencia le reprocho. Por vía de imitación recupero al hombre que ejercía su poder en ella y que se fue. La castigo por los caprichos que no me niega y por las ocasiones en que no fui objeto de su predilección. La castigo, me dijo para terminar, por aceptarme como soy, porque no me castiga, porque se empecina en quererme.