Marta Sanz
Alfonso Sobrino organiza actividades en la Asociación Cultural Rosa Luxemburgo de Aravaca. Allí los escritores hablan de sus libros con un público numeroso. Alfonso imprime unos marca-páginas que reparte gratis: no hay dos iguales y, cuando pienso en el cuidado con que pega las flores secas, me parece que Alfonso es un hombre de un mundo que ya no existe. Manuel Rodríguez se encarga de los Sábados negros en Traficantes de sueños. Busca libros y autores, elige canciones y películas, redacta un cuestionario. En otra librería de Lavapiés, Burma, los escritores leen en voz alta fragmentos de sus novelas gracias al trabajo de Manolo. Manuel y Alfonso hacen lo que hacen por un deseo de aprender que se transforma en acto de gene-rosidad hacia los que compartimos un rato con ellos. No tienen patrocinador. No tienen nada y tienen mucho, porque consiguen dar a conocer a más escritores que una Diputación. Si hubiera más Alfonsos y Manueles, nadie compraría una Caja de Ahorros con dinero público para revenderla después. Porque estas cuestiones tienen que ver con la ética, pero también con la estética, la educación, la cultura y el sentido común.