J.J. Armas Marcelo



Hoy hace cuarenta años que el régimen franquista me juzgó en consejo de guerra. Fue en un acuartelamiento de La Isleta, Gran Canaria, lleno de militares y sin un solo asistente civil. Seis meses y un día de cárcel de condena, cumplidos catorce meses en prisión atenuada (arresto domiciliario, que yo me saltaba debidamente muchas noches) mientras se instruía el caso. Por eso estos días releí Número trece, de José Ángel Valente, volumen que incluye el relato poético "El uniforme del general", que me llevó como editor ante el consejo de guerra. Valente, en los últimos meses de su vida, me explicó en Almería, en su propia casa, que fueron los familiares del general Saliquet, a quien le había sucedido lo que se contaba en el relato, los que denunciaron el cuento. El poeta, residente en Ginebra, no se presentó cuando fue requerido por los militares, por sugerencia de su pariente Pío Cabanillas, y a mí me cruzaron la memoria para siempre con el consejo de guerra, como editor y responsable subsidiario.



Había esa costumbre por entonces. Se elegía una víctima, a poder ser hiperactiva y antifranquista militante, y se le empaquetaba delante de todo el mundo como enemigo del pueblo.



Mi antecedente fue Pedro Lezcano, por su gran poema pacifista "Consejo de paz" que también releo en estos días. Lezcano, que tenía una imprenta donde aprendimos desde joven tipografía, encuadernación y edición, publicó el poema y Salvador Sagaseta, un joven periodista agresivo y rojo, aplaudió su edición. Resultado: consejo de guerra para "Consejo de paz", Pedro Lezcano y Salvador Sagaseta, que se pasó cuatro años en la cárcel por aquel comentario periodístico.



En su casa de Almería, Valente me señaló una tinta de Brickman y me dijo que aquel recuerdo que estaba colgado en una de las paredes de su biblioteca debería ser mío. Se lo conté a Enrique Brickman en los cursos de El Escorial de este verano pasado y reconoció la tinta: un miliciano meando en paz sobre el uniforme de un general, como última voluntad del condenado a muerte.



En los tiempos de mi consejo de guerra, recibía un día sí y otro también papelitos anónimos con amenazas y condenas de muerte. Falangistas locos y borrachos se divertían con ese aquelarre inmoral que terminaba en las noches con llamadas anónimas a altas horas de la madrugada. Así eran las salvajes costumbres del franquismo. ¿Y qué pasó entonces con aquella jauría de jóvenes escritores que venían todos los días a mi casa, a tomar cervezas, hablar de sí mismos y de su genialidad literaria, mostrándome una amistad que estaban lejos de sentir? Desde que los militares me procesaron, desaparecieron de mi vista y de mi casa. Me dejaron solo, que es mejor que estar mal acompañado, y se esfumaron escondidos en las cuevas del miedo. Ya estaban fichados por lo que algunos amigos llamamos el maccantismo, el "mal de Maccanti": cobardía, deslealtad, doblez, desmesura en la ambición, exiguo talento intelectual, desmemoria (subdesarrollo cultural), hipocresía, vulgaridad y miseria moral. Uno quería el Premio Nobel, otro el Barral de novela, un tercero el Nacional de cuentos cuanto antes, el cuarto aspiraba a la genialidad de Maupassant. Y en este plan.



Es divertido ver cómo, con el paso del tiempo, no sólo se han ido apagando sino que se han convertido en esbirros policíacos de la cultura y la literatura. Ninguno de ellos puede llevarse a la boca de la memoria ni una triste citación del TOP de entonces, pero se creen con la capacidad de otorgar carnet de demócrata o de fascista cuando no son más que los restos de un naufragio que se veía venir, la letra de un tango irresuelto que los ha conducido, ratón a ratón y bajo la flauta del Hamelín del fracaso, a tirarse por la punta del muelle. Son tan malos escritores que no hacen ni espuma cuando caen al mar.



Valente, pues, entonces y ahora. Y Pedro Lezcano. Y su "Consejo de paz", tan válido y fresco ese poema como "El uniforme del general". Los he releído cuarenta años después para verme en aquel espejo de antaño y preguntarme si ha valido la pena. Inmunizado frente al maccantismo, sólo con lo que me separa del fracaso de los otros y de la crónica hecha pedazos de sus vidas llenas de nada, me basta y me sobra.