J.J. Armas Marcelo



Casi todos mis viejos amigos venezolanos, escritores de la vida, están muertos. Estoy en condiciones de afirmar que murieron con las botas puestas y al pie del cañón: los liquidó el trago, la caña; se los tragó la selva o simplemente se cansaron de una lucha a la que no le encontraron sentido. Todavía releo páginas inolvidables de País portátil, la novela de Adriano González León. Lo recuerdo en México, entregado al tequila, hablando sin parar, gesticulando, llevándole la contraria a todos los diablos, trago tras trago, arrollador y, finalmente, llorando, restregándose aquellos ojos pequeños, de niño chico que hubiera crecido más de la cuenta sin tener muchas ganas. Murió de infarto, sentado en un taburete y en la barra de un bar. Fue en Caracas, donde ahora escribo esta añoranza de la amistad.



Murió Salvador Garmendia. Hace años. La lectura de Los pies de barro fue un deslumbramiento para mí. Garmendia, gran cuentista y novelista, chévere cambur, ponía cara de hombre con barba pintado por Picasso cuando se emborrachaba. Su modo de ser era tan consustancial al alcohol que se lo bebió todo y murió después de ser nombrado por Carlos Barral cónsul venezolano en el boom de la novela latinoamericana. Los pies de barro se prohibió durante un tiempo en la España de Franco, pero se publicó en Monte Ávila, Caracas, con un gran éxito de crítica y público lector. Un día en México perdió los zapatos y, de repente, se volvió hacia mí con rostro picassiano y me preguntó que dónde estábamos. Le dije que en casa de Horacio Velasco. "No, no, ¿en qué país?", volvió a preguntarme. Salvador Garmendia: un gigante de humanidad, un escritor de gran envergadura literaria al que se lo llevó la locura del alcohol.



Queda vivo, y conservado en alcohol, Pancho Maciani, a quien acaban de otorgarle el Nacional de Literatura en Venezuela. Y queda Guillermo Morón, historiador de primera y gallo de espuelas de oro con gran catálogo de mujeres. Queda el crítico y profesor Alexis Márquez Rodríguez, experto en Alejo Carpentier, de quien hizo una edición de sus obras completas en México. Quedan algunos otros, pero murió Caupolicán Ovalles, Padre de la Patria de la República del Este, Sabana Grande, autor de Yo, Bolívar, rey, el tipo más divertido del mundo que nunca conocí: otro niño grande vestido siempre de negro que se fue del aire antes de tiempo.



Los añoro a todos, y recuerdo la casa de Arturo Uslar Pietri, durante una opípara comida donde no dejó de mostrar sus conocimientos del realismo mágico, que él decía que había coinventado en América, junto a Jorge Amado. Tal vez Las lanzas coloradas sea un ejemplo vivo de la mejor literatura novelística de América, al menos en el siglo XX, pero se angustió al final, cuando el Premio Cervantes se le negó para siempre y pasó por su deseo sin saber qué pasaba.



Estoy en Caracas, en el barrio de Chacao, donde Chávez ha comprado edificios enteros para convertirlos en bancos del Estado. Alguien me preguntó hace unos días, un joven disparatado, que si yo no me había dado cuenta todavía de que Chávez era la reencarnación viva de Simón Bolívar. Alguien me dijo también que, al sacar a Bolívar de su tumba durante un tiempo, el mismo Chávez había desencadenado la maldición del Libertador: casi todos los presentes en la exhumación han muerto. Y pocos días después de ese "hecho histórico" a Chávez le reventó un tumor canceroso en la pelvis. El resto se sabe y lo demás se espera.



He titulado este artículo "Chévere cambur". Chévere en Venezuela equivale a "muy bien, muy bueno, fantástico". Cambur es un tipo de plátano inmenso y aplicado a chévere viene a significar "superior, cumbre, excepcional". Así me han tratado en Venezuela mis viejos amigos, los que quedan, y los nuevos que crecen. Sí, he leído en estos días venezolanos dos libros que son dos bombas intelectuales: uno de Manuel Caballero, titulado Por qué no soy bolivariano; otro de Beatriz Lecumberri, La revolución sentimental. Por ahí van los tiros. Pedro Novoa, el joven escritor peruano, escribió una vez que ser grande es chévere, pero ser chévere es más grande. Así lo creo desde siempre y más desde esta visita a la gran Venezuela. Lean estos dos libros y me darán la razón.