Francisco Javier Irazoki



En diversos círculos se sigue repitiendo una especie de mantra: la hondura artística está reservada a los que caminan en el interior de los abismos. Sospecho que de esta frágil certeza han salido bastantes naderías. En mi opinión, la búsqueda del malditismo es trivial y sus simas presentan a menudo la forma de una mirada injusta. Disiento de quienes piensan que la calidad creativa es el fruto de alguna derrota íntima. He encontrado más profundidad en artistas que desde la lucidez resaltan la existencia. Me acompaña un buen modelo. Frecuentemente leo un volumen donde se recopilan casi todos los poemas de Eloy Sánchez Rosillo. Llevo el libro en los paseos matinales por las calles de París. Lo abro y siempre recibo un alivio suave. En el tomo, Las cosas como fueron (Tusquets), cuyas cualidades se han extendido a las obras recientes del autor, percibimos un conocimiento que elige la respuesta luminosa. Aunque la angustia tenga mucha fama en nuestra cultura, el escritor propone su alternativa: la consciencia contra la simpleza sombría. Hay en sus palabras una gratitud que excluye recompensas. Por fin disfrutamos con un poeta que no participa en los campeonatos de dolor. No necesita imitar el tono y las músicas marginales; no redacta textos con olor a serpiente muerta. Tampoco suelta ráfagas herméticas por las que el lector vuela con los ojos vendados. Nunca lo vemos caer en gestos comerciales de abandono y languidez. Los versos de Eloy Sánchez Rosillo transmiten la complejidad con expresión limpia, y la riqueza interna de su arte llega sin trabas a la superficie. Son páginas escritas por un hombre que se sabe efímero y ensalza la vida en que él se consume.